IMPRESIONES DEL VIAJE
Siempre resulta
de interés saber no solo cómo nos vemos a nosotros mismos sino cómo nos ven los
demás. En cierta ocasión, le pedí a una alumna australiana recién llegada al
Colegio que escribiera un texto sobre los aspectos de la vida española que le
habían sorprendido o extrañado. Un resumen de sus "sorpresas" sería el
siguiente: vestimos y comemos muy bien (pero muy tarde), hablamos muy alto
toqueteándonos constantemente, los hijos tardan mucho en independizarse, es
frecuente que en una misma casa convivan familiares de tres generaciones
(abuelos, hijos, nietos), estamos más tiempo en la calle que en casa (excepto a
la hora de la siesta en que ¡hasta cierran los comercios!), en contra de lo que
creemos apenas hay inmigrantes, los jóvenes pasan las noches de los fines de
semana fuera de casa, los padres entran a bares y cafeterías ¡con sus hijos
pequeños!…
Pues bien, en esta ocasión me propongo hacer algo similar, dar unas sucintas impresiones de mi viaje a Colombia desde la perspectiva de un observador externo.
Pues bien, en esta ocasión me propongo hacer algo similar, dar unas sucintas impresiones de mi viaje a Colombia desde la perspectiva de un observador externo.
Ya en un viaje
anterior me sorprendió la generosidad de los escritores para regalar sus libros
(la viuda de un poeta fue dejándome en el hotel todos los libros de su marido).
En esta ocasión ha pasado lo mismo (volví con más de cuarenta libros). El
desprendimiento con que se comportan tiene, a mi juicio, una segunda explicación:
las carencias en la distribución son aun mayores que en España y apenas hay
relación editorial entre naciones limítrofes. Es frecuente ver a los escritores
con bolsas o mochilas llenas de ejemplares que van repartiendo a colegas y
críticos.
Antes del viaje,
había dedicado los meses de verano a leer literatura colombiana (especialmente,
narrativa). Cito algunos títulos que me parecen no solo dignos de mención sino muy por encima de nuestros marías y mendozas y revertes: La vorágine (que ya había leído), una
novela fundacional de José Eustasio Rivera, Diario
de Lecumberri (escrito en esta cárcel mexicana por Álvaro Mutis), El eskimal y la mariposa de Nahun Montt
(premio nacional de novela “Ciudad de Bogotá”, un durísimo reflejo de la
capital colombiana bajo la violencia), El
día señalado, de Manuel Mejía Vallejo (premio Nadal de 1963), El ruido de las cosas al caer (premio
Alfaguara de 2011), de Juan Gabriel Vásquez, pero también su libro relatos (Los amantes de todos los santos) y sus
demás novelas (Los informantes, Las
reputaciones, La forma de las ruinas…), Metatrón
y En esta borrasca formidable, de
Philip Potdevin, La Oculta y El olvido que seremos, de Héctor Abad
Faciolince, Delirio (premio Alfaguara
de 2004) y Pecado, un libro de
relatos que su autora, Laura Restrepo, presentó en la feria, Después y antes de Dios (de Octavio Escobar, del que creo haber
leído todo lo que ha escrito y que recibió por esta novela el premio nacional de narrativa del Ministerio de Cultura precisamente durante la Fiesta del Libro
de Medellín), El cine era mejor que la
vida, de Juan Diego Mejía, director de la Feria del Libro…, pero también
leí, antes o durante mi estancia allí, a poetas como Nelson Romero (premio
nacional de poesía de 2015), Lucía Estrada o Uriel Giraldo, nombres que, junto
a otros muchos, configuran una aportación de primer orden a la literatura
escrita en español.
En los actos
propios de la feria del libro, a los que asistí y en los que participé, prima la
espontaneidad sobre la programación: el resultado es que se desarrollan con
naturalidad, algo muy de agradecer, pero tienden al desorden. Pondré un solo ejemplo: en Manizales, la
organización había incluido en el programa una “mesa redonda” (un
conversatorio) sobre novela negra. Alonso Aristizábal, el presentador, se
presentó cuando los participantes llevaban quince minutos conversando, pidió
excusas, presentó (entonces) el acto y le dio la palabra a Susana Martín Gijón
(que acababa de hablar); otro de los contertulios, Ramón Illán, en lugar de
responder a la pregunta del moderador, recordó una serie de crímenes sucedidos
en Santa Marta (su ciudad natal, la del tranvía) y por qué los había rechazado
como materia novelesca, Gonzalo España habló a continuación y terminó su
intervención anunciando que se marchaba porque temía perder el avión. Nadie
mostró el más pequeño signo de extrañeza.
Si Manizales es una ciudad hermosísima (con
una feria calcada de la de abril de Sevilla: toros, jinetes (y amazonas)
por las calles céntricas, coches de caballos, peinetas y faralaes), Pereira es
una ciudad grande pero anodina y Medellín, una ciudad desmesurada con enormes
desigualdades: un sur que acoge a las grandes fortunas, con chalés ajardinados,
bloques y hoteles de muchas plantas que suben por la ladera de la montaña entre
amplias zonas verdes, y un norte plagado de comunas en que se apiñan en
precarias viviendas millones de desheredados donde malviven jóvenes sin futuro
empujados a la delincuencia común o captados por los narcotraficantes y
convertidos pronto en sicarios. Frente a las ciudades, la naturaleza de Caldas
y Antioquia es exuberante, tanto la de aquellas áreas cultivadas por el hombre
(extensísimos cafetales, haciendas ganaderas) como las zonas que todavía no ha
podido dominar (así, el espectacular parque nacional de Los Nevados en que se levanta el Nevado del Ruiz con 5311 metros de altitud). Sorprendentemente, los escritores colombianos muestran un
insólito desinterés por este territorio, que parece recién creado por Dios,
cultivando una literatura eminentemente urbana (en ello, hay una razón
estética: en literatura, los hijos matan a los padres; la generación en pleno
proceso creador en estos momentos se ha consolidado rechazando las propuestas de una
generación anterior que mostró un marcado interés por lo rural).
El resultado
final, por lo que pude ver (regresé antes de la clausura de la feria), puede
calificarse de exitoso, aunque no en todas las actividades (con su mezquindad
habitual, la SGAE colombiana consiguió arruinar un concierto que, ante la
cantidad exigida a la organización de la feria en Manizales, hubo que cancelar)
y la acogida que nos dieron fue en todo momento afabilísima. A las actividades
propias de cualquier feria del libro (conferencias, presentaciones, mesas
redondas -que ellos llaman conversatorios-, espectáculos para niños y jóvenes,
conciertos…) se sumaba el contacto directo con los escritores (con los que me
reencontré y con los que conocí ahora: Laura Restrepo, Octavio Escobar, Ramón
Illán, Magela Baudion, Juan Calzadilla, Guillermo Martínez, Piedad Bonett, Gonzalo
España, Triunfo Arciniegas, Lucía Estrada, Orlando Mejía, Nelson Romero, Philip
Potdevin, Juan Diego Mejía, Irene Vasco, Adalberto Agudelo, Orlando Mejía, Patricia
Acosta, Samuel Vásquez, José Miguel Alzate, Octavio Arbeláez…), las constantes
invitaciones a comer fuera del hotel…, en un entorno marcado por dos temas de
conversación, la actuación de la selección colombiana en los partidos de
clasificación para el Mundial de Moscú de 2018 y el tratado de paz con la
guerrilla; si el primero unía a todos, el segundo los dividía en dos facciones
(los que, a pesar de todo, apoyaban el proceso, y los que consideraban la
oferta del gobierno como una derrota humillante ante una guerrilla ya vencida).
Ojalá tengan éxito en el segundo empeño y en el primero disputen la final con España
(y gane el mejor).
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