DESDE FUERA
Álcaro Valverde
Barcelona, Tusquets. Col “Nuevos textos sagrados”, 2008, 180 págs.
Sobre el primer bloque planea la figura de un poeta dilecto, César Simón, uno de cuyos textos abre el poemario (y aporta el título): “Hay momentos culminantes en el cotidiano vivir. De pronto, comprendemos dónde reside lo esencial [...] es el percatarse del hecho extraordinario de la existencia, como si la viéramos desde fuera”. El texto es tanto una invitación a vivir como a un “contemplarse viviendo”, como modo mejor de una vida plena. Si en Cántico Guillén afirmaba esta actitud en la contemplación de un mundo armónico (“Mira. ¿Ves? Basta”), para encontrar en cada minuto una razón para la dicha presente (pues el pasado y el futuro yacen en estado latente de ideas), los poemas de “Desde fuera” son tan conscientes del presente como de un pasado ya ido que lo inunda todo con su melancolía (“Esta ciudad dorada no es la misma / donde te visitaba hace unos años. / Ni la mujer que espero, la muchacha / que ha venido uno amando desde entonces”, Café Novelty), como de la premonición de un futuro abocado a los declives, pues “A pesar de la fama y las victorias, / el que llega a este oscuro / rincón de Normandía / es un hombre que ha sido derrotado” (El señor de la guerra).
Frente al patetismo que estos graves temas alcanzaron en Quevedo, por citar a un poeta reflexivo y firme creyente, o en un Unamuno, por mencionar a un angustiado agnóstico, en Valverde esta reflexiones adquieren en todos sus libros un tono grave pero sereno (en que la vida es “esta apacible huida hacia la muerte”), pues ha asumido que temporalidad es mortalidad, de modo que la contemplación del camposanto del poema “Calle Villanueva” podrá concluir: “Sólo anhelo / poder estar también del otro lado / y que alguien, desde éste, / me recuerde”.
Los bloques segundo y quinto (“Sur” y “Lugares del otoño”) asocian, en todos los casos, poesía y espacio físico, un motivo recurrente, como hemos visto, en Álvaro Valverde, hasta el punto de que una composición puede llegar a componerse con la pura mención de ciertos lugares, como sucede en “Postal del sur” (“Una palmera erguida ante el levante / en la plaza de Oviedo de Tarifa”...), pues estas evocaciones vienen cargadas, desde el pasado o desde la lejanía, de emociones tácitas (que nos recuerdan a Antonio Machado: “¡pinos del amanecer / entre Almazán y Quintana!”). La última composición del bloque ejemplifica el poder del lugar en que se vive, que fija tanto el contorno de nuestra limitaciones como el de nuestras posibilidades de ser felices, al recordar cómo Sidj Alí ben Rasid edifica Chefhauen en las estribaciones de las montañas del Rif, cerca de Tetuán, para que su amada no añorara Vejer de la Frontera, conquistada por los cristianos. El mismo potencial poético tienen tanto la ciudad natal como las ciudades españolas y europeas conocidas en sus viajes (Plasencia, Toledo, Bruselas, Rótterdam... o lugares de personalidad tan incierta como Yuste en el que el viajero llega a “un espacio que no es / sino una atmósfera”).
Buena muestra de que en una trayectoria poética madura los temas se imponen y de que estos eligen los procedimientos expresivos más adecuados es “Imaginario”, bloque de poemas breves de metro corto casi minimalistas (entendiendo por tal aquel texto cuya calidad no puede ser mejorada por la reducción de sus componentes), que puede ser considerado un homenaje al pintor Godofredo Ortega Muñoz pero también el reflejo de un paisaje extremeño bajo el sol inclemente de nuestros tórridos veranos; de este modo, los poemas se cargan de un doble significado, pues una afirmación como “amo esta sequedad” ha de interpretarse como una referencia a un paisaje desolado que, sin embargo, oculta pequeños “locus amoenus” (la fuente umbría entre los alisos, el pájaro emboscado, el aroma de las flores silvestres), tanto como al óleo –escueto, desnudo, sobrio- que lo plasma. Hasta el lector estos paisajes, calcinados, no desprovistos de belleza (“Los árboles levantan / sus ramas hacia el cielo. // Ni una hoja, ni un fruto, /que ofrecer a los dioses”), llegan tras pasar a través de dos filtros estéticos, un pictórico y otro poético (un procedimiento de filiación modernista que cultivaron poetas como Rubén o Manuel Machado) que confirman, por lo demás cómo “la naturaleza se aferra a la poesía, o viceversa, para encontrar, acaso, un poco del sentido que el hombre es incapaz de hallar entre la desolada sordidez, entre el ruido y la furia de la ciudad moderna” (El lector invisible).
“Entonces la muerte” es una evocación elegíaca del padre desaparecido en que las emociones, como indica el título, se han sedimentado ya, pues el paso del tiempo ha atenuado el dolor pero también por la intuición de que la muerte, por fortuna, no lo ha arrebatado todo, ya que “los bancales y el río y las cerezas / parecen ser mirados por tus ojos / y a su través me hablas todavía”.
El último bloque (“Desde fuera”) recoge los motivos de ciertos lugares individualizados, casi como motivos pictóricos (“Cáparra”, “Cementerio alemán”, “Plaza de Garrovillas”, “Puente de Alcántara”, lugar en donde se logra, por cierto, esa disociación que recomendaba el poeta valenciano, entre protagonista y testigo: “soy un hombre que contempla un viejo puente”) y de ciertos “espacios literarios”, como Lampedusa, Stevenson, Eugénio de Andrade o Ganivet ante la inminencia de su suicidio en el río Dwuina, en Riga, mediante poemas homenaje o monólogos dramáticos que permiten la expresión de la intimidad de un modo no primario.
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