TIERRAS DE PONIENTE
J. M. Coetzee
Barcelona, Mondadori, 2009, 174 págs.
Trad. de Javier Calvo
Crítico literario, profesor de lengua y literatura inglesas en universidades de Estados Unidos (Búfalo), Sudáfrica (Ciudad del Cabo) y Australia (Adelaida), John Michael Coetzee (Ciudad del Cabo, 1940) se dio a conocer como narrador en 1974 con Dusklands (literalmente, “tierras en el crepúsculo”, traducida en esta ocasión como “tierras de poniente”), a la que siguieron En medio de ninguna parte (1977), Esperando a los bárbaros (1980), Vida y época de Michael K (1983), La edad de hierro (1990), Elizabeth Costello (2003), o Diario de un mal año (2007). Esta notabilísima trayectoria literaria, caracterizada por el compromiso y la originalidad formal, le ha granjeado numerosos reconocimientos (entre ellos, el “Reino de Redonda” de Javier Marías), que le llevaron a obtener el premio Nobel de literatura en 2003.
Aunque la editorial presenta Tierras de poniente como su primera novela, estamos, en realidad, ante dos narraciones de personajes y ambientación geográfica e histórica muy distintos. La primera de ellas, “El proyecto Vietnam” adopta la forma de un informe que Eugene Dawn, un experto en mitografía, eleva al Departamento de Defensa del ejército de Estados Unidos en plena guerra de Vietnam, cuando los americanos se disponen a abordar las fases IV, V y VI de la contienda. Tras consultar una documentación escalofriante de violaciones, ejecuciones sumarias y operaciones de castigo, las recomendaciones de Dawn van dirigidas a incrementar y mejorar la propaganda radiofónica y a sugerir el empleo de una violencia extrema: bombardeos de saturación, castigos y ejecuciones arbitrarias con el fin de doblegar cualquier resto de solidaridad y lograr que cada combatiente o ciudadano “enemigo” se considere aislado y culpable.
Pero el contacto con el horror no deja a nadie indemne, y Dawn, un buen ciudadano americano, esposo y padre ejemplar, comenzará a hundirse en la sima de una locura lúcida y autodestructiva.
El segundo relato, “La narración de Jacobus Coetzee” recurre al marco de los relatos de exploradores europeos en el continente africano. Coetzee, un colono boer, recibe en 1760 permiso del gobernador del Cabo de Buena Esperanza de organizar una expedición hacia el norte para cazar elefantes en las tierras de los namaqua grandes, una tribu hotentote que no ha tenido hasta entonces contacto con el hombre blanco. Tras numerosas penalidades, Coetzee alcanza el kraal en donde es saqueado y abandonado por sus sirvientes, pero consigue salvar la vida y regresar a su hacienda. Un año más tarde, el colono inicia una segunda expedición, esta de castigo, con una tropa de negros griqua al mando del capitán Handik Hop, que, tras incendiar la aldea y robar el ganado, se entregarán a una enloquecida violencia con todos los habitantes (y en especial cos sus sirvientes que sufrirán una muerte de perros).
Un “epílogo” resume los episodios del viaje y comenta el texto (un relato “menor” pero no desdeñable de la literatura de exploración africana), subrayando sus aportaciones más destacada, (el descubrimiento de la jirafa y del río Orange), y obviando cualquier referencia a los asesinatos, con un tono tan aséptico como cínico sobre la naturaleza de la colonización: “Es bien sabido que el tabaco y el coñac fueron cruciales para corromper la cultura de los hotentotes. A cambio de esos lujos los hotentotes se desprendieron de su riqueza en vacas y ovejas, reduciéndose a sí mismos a la condición de ladrones, vagabundos y mendigos [...] El pastor a quien el llanto de los niños hambrientos despertaba de su estupor alcohólico para encontrarse sus pastos vacíos para siempre aprendía de esa manera la lección de la Caída: no se puede vivir en el Edén para siempre”.
Separados por tres siglos de distancia, ambos hechos, que casi coinciden en la fecha (las expediciones tienen lugar en 1960 y 1962; la guerra de Vietnam se inicia en 1958) tienen mucho en común: ejemplifican la colisión entre civilizaciones que se hallan en estadios evolutivos distintos y el ejercicio de un poder absoluto, sin contrapesos políticos ni morales, por parte del pueblo más civilizado, del que surgen esos “bárbaros” que se esperan en otra de sus novelas, los que suspenden, en nombre de la lucha contra la violencia, el imperio de la ley, conculcando los derechos humanos, anulan mediante amenazas el papel fiscalizador de la prensa independiente y crean modelos como el “apartheid” sudafricano de los años setenta o el Guatánamo estadounidense.