LOS CELOS DE
ZENOBIA
José A. Ramírez
Lozano
Valencia, Ed.
Pre-Textos, 2016, 143 págs.
XXIV premio de
Novela Breve Juan March Cencillo
Aun cuando se inició como
poeta, José Antonio Ramírez Lozano (Nogales, 1950) ha desarrollado de modo
paralelo una nutrida trayectoria de poemarios, libros de literatura infantil y
juvenil (aparecidos en editoriales como Edelvives, Alfaguara, Algaida,
Kalandraka, Anaya, S. M. o Hiperión) y narraciones que comparten motivos
repetidos y similares predilecciones formales. Objeto de numerosísimos
galardones (Azorín,
Claudio Rodríguez, Juan Ramón Jiménez, José Hierro, Blas de Otero, Ricardo
Molina, premio de la Crítica Andaluza o los extremeños Ciudad de Badajoz,
Felipe Trigo o Cáceres de novela corta). Su obra en prosa se inició con Don Illán (Orihuela, 1978), una
narración corta con algunas de claves de su mundo narrativo, a la que han
seguido otros muchos títulos.
Ahora,
la editorial valenciana Pre-Textos publica Los
celos de Zenobia, que ha conseguido el XXIV premio de Novela Breve Juan March Cencillo. Partiendo de una conocida cita de Juan Ramón Jiménez que
provoca los celos de Zenobia del título (“Yo tengo encerrada en mi casa, por su
gusto y el mío, a la Poesía, y nuestra relación es la de dos apasionados”), la
trama de la narración desarrolla la obsesión del poeta por “desnudar” una
poesía demasiado “impura”, el intento por eliminar de su trayectoria sus
primeros libros (con visitas al pulcro y atildado Azorín, a Unamuno, a Pedrito
Salinas…), la fuga de la joven (Juan Ramón y Juan Guerrero la buscan en casa
del jaranero Manuel Machado, del sobrio y desmañado Antonio, mientras tratan de
eludir el lúbrico acoso de Neruda), y el viaje a Casablanca momento en que las
referencias y guiños culturales, numerosísimos en toda la novela, saltan de la
poesía al cine,
“-¡Qué iracundia de hiel y
sinsentido! –explotó Juan Ramón.
Era
ella. Aún la creía suya para siempre. Aunque ahora tuviese los labios pintados
de carmín y el alma negra de nicotina. Aunque las sucias manos de los hombres
berrendos se arrancasen de sus butacas para tocarla.
-¡Oh, no! –gritó. ¡No la
toquéis ya más!
Ella
debió reconocerlo entonces. Tuvo, si acaso, un estremecimiento, una mirada
esquiva que amparó la penumbra. Y nada más. Luego fue la perfidia lo que asomó
a sus labios porque pasó a cantar una balada con la letra de uno de sus versos,
lo que agrió la sangre al de Moguer.
¡Oh, bajo los pinos,
tu desnudez malva,
tus pies en la tierna
yerba con escarcha,
tus cabellos, verdes
de estrellas mojadas.
…Y tú me dirás
huyendo: ¡Mañana!
Acabó.
Ella apagó con desprecio el pitillo y fue apoyando su lascivia perversa contra
la caoba del piano. Y se fue desnudando. Y todos le sonreían.
-¡Qué no la toquéis ya
más, he dicho! –volvió a gritar él todavía en su vieja locura de tenerla.
Pero, esa noche terrible de café, entendió que ya era tarde y que ella no volvería con él. La supo para siempre comunal como el güisqui, impura como el sueño maldito de los hombres” [pp.142-143].
Pero, esa noche terrible de café, entendió que ya era tarde y que ella no volvería con él. La supo para siempre comunal como el güisqui, impura como el sueño maldito de los hombres” [pp.142-143].
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