EL IMPRESOR DE VENECIA
Javier Azpeitia
Barcelona, Tusquets Editores, 2016, 344 págs.
Javier Azpeitia (Madrid, 1962) es un
escritor, editor y filólogo, que ha sido subdirector de la editorial Lengua de
Trapo y director de 451 Editores. Profesor del Máster en Escritura Creativa de Hotel
Kafka, y tutor en el Máster en Edición de la
Universidad de Salamanca, en 2015 fue comisario de la exposición 500
años sin Aldo Manuzio, realizada por la Biblioteca Nacional
de España, y participó en la muestra La fortuna de los libros,
del Museo Lázaro Galdiano, donde uno de los incunables aldinos tuvo gran
protagonismo.
Comenzó su carrera literaria en 1989 con Mesalina,
a la que siguieron Quevedo (1990);
Hipnos (1996, premio Hammett de Novela Negra y
llevada al cine por el director David Carreras); Ariadna
en Naxos (2002); Nadie
me mata (2007). En 2016 publica El
impresor de Venecia, su última novela (Tusquets). Sus
novelas han sido traducidas al francés, al italiano, al ruso y al griego.
El
impresor de Venecia es una novela histórica, extraordinariamente narrada,
cuya trama arranca en 1489 cuando Aldo Manuzio llega a la ciudad italiana con
el propósito de emprender una carrera como impresor, algo que logra en el
taller de Andrea Torresani con cuya hija, muchos años más joven se ve obligado
a contraer matrimonio. Las peripecias sentimentales de este hombre, en el
umbral de la ancianidad, se desarrollan paralelas a su labor como impresor, una
tarea que revolucionará el mundo de la edición (publicación de textos clásico
griegos en octavo, o libros de faltriqueras, de autores prohibidos por una todopoderosa
Iglesia) en una ciudad efervescente situada en el término de la ruta de la seda
que había consolidado numerosos canales de distribución con otras ciudades
italianas y con el resto de Europa. Los mismos caminos por donde la ciudad
comercia con especias, sedas o esclavos, recorrerán los libros, envasados en
toneles, hechos en las numerosas imprentas de la ciudad. Reproducimos un
fragmento en el que Aldo asiste a una subasta en pleno centro de la ciudad.
“A su lado, aferrada con los dos brazos a
una de sus piernas estaba una niña de unos doce años. Quizá la hija del
subastador, pensó Aldo. Tenía una larga y preciosa melena rojiza ondulada, que
el hombre acariciaba abultándola por detrás de la nuca. La niña miraba con ojos
grandes y rubios a los feriantes que los rodeaban.
-Comenzamos la subasta, con género de
la casa Stavros Diamantidis –dijo el hombre-, en cuarenta ducados de oro.
El precio era disparatado. Nadie iba a pagar
algo así por un animal.
-¿Pero dónde está la bestia? –le
preguntó Aldo a Andrea, muerto de curiosidad, antes de que comenzara la cuenta
atrás.
-Os recuerdo que la casa de Stavros no
admite pago con letra sino solo con moneda –añadió el subastador.
-Un momento –gritó con acento cerrado
un subastero alemán que iba vestido como un verdadero príncipe-. Dime si habla
cristiano.
Aldo no entendió la pregunta, e iba a repetir
la suya a Torresani cuando el subastador respondió.
-En casa de Stavros no se venden
cristianas, ni lo permite el senado, ciudadanos. Si lo que quieres es hablar
con ella ya la enseñarás tú, pero estas aprenden rápido. Es abjasia, comprada
en Cafa. Está sin bautizar, sana como una manzana, no hay más que mirarla, ¡y
virgen! ¡Lo tiene todo!
Una íntima repugnancia sacudió el corazón de Aldo al comprender. Estuvo intentando encontrar el modo de impedir la subasta, pero se le acababa de embotar el cerebro. Está prohibido, se dijo, pese a que sabía bien, porque lo había visto con sus propios ojos, que la producción de Venecia se organizaba en buena medida gracias a la esclavitud”. (p. 152).
Una íntima repugnancia sacudió el corazón de Aldo al comprender. Estuvo intentando encontrar el modo de impedir la subasta, pero se le acababa de embotar el cerebro. Está prohibido, se dijo, pese a que sabía bien, porque lo había visto con sus propios ojos, que la producción de Venecia se organizaba en buena medida gracias a la esclavitud”. (p. 152).
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