LA ESPINA DEL GATO
Yolanda Regidor
Córdoba, Ed. Benerice, 2017, 297 págs.
Nacida
en Cáceres en 1970, Yolanda Regidor es licenciada en Derecho y formadora
ocupacional, además de trabajar como asesora jurídica y docente en proyectos de
inserción sociolaboral. Como escritora, su primera novela fue La piel del camaleón, acogida con
críticas favorables. Le siguió Ego y yo,
ganadora del premio Jaén de Novela de 2014, novela que la confirmó como una de
las trayectorias literarias jóvenes más consolidadas.
Ahora,
la editorial cordobesa Benerice publica La
espina del gato, su tercera novela, en que una narradora anónima, ya en su
ancianidad, hace recuento de su vida mientras espera reencontrarse en una
cafetería con el hombre a quien ha amado en silencio durante décadas,
pues en una encrucijada de su vida tomó un rumbo equivocado que la llevó a un
matrimonio sin amor. Los recuerdos saltan de un modo natural de unos momentos a
otros de su vida, pero se detienen, de modo preferente, en los tres años de
guerra civil, desde el asalto al Cuartel de la Montaña, que impulsará al padre
a alistarse en las milicias (la primera pérdida) hasta el Desfile del Día de la
Victoria, que marcará un quiebro en la vida de la niña. Con este regreso al
pasado, la narración saltará a un registro infantil con que se recuerdan
aquellos años convulsos, uno de los aciertos de la narración, pues la
perspectiva de la niña, llena de candor, ingenio y humor, nos obliga, como
lectores, a participar constantemente en la construcción de su sentido (esto
es, a reinterpretar los episodios que la niña, desde su experiencia infantil, cuenta
pero no siempre interpreta acertadamente).
Varios
escritores han repetido la idea de que la literatura (en especial, la
narrativa) recoge la vida privada de las naciones. La espina del gato contiene un capítulo de esa “historia privada”
de la España cainita del siglo pasado, confirma que las guerras siempre las
pierden los mismos (en este caso, los más desfavorecidos y las clases medias
que aspiraban al bienestar y a la paz) y acentúan, de forma trágica, el
convencimiento de que vivir es asistir impotente a un repertorio de pérdidas,
como evidencia el contraste entre la niña del arranque de la narración, arropada
por sus padres y sus cuatro abuelos, con la anciana completamente sola del
desenlace.
Pero por
encima del valor testimonial de la narración (situada en un Madrid “numantino”
pormenorizadamente documentado) sobresale, para este lector, además de una
prosa madura, atenta a los más sutiles matices, su valor existencial que indaga
en la condición humana zarandeada por el ventarrón de la historia y a una
insatisfacción que no cesa (la “espina del gato”). Impulsada por una frase de
su padre (de una carta enviada desde el frente de Guadarrama, “Aquí todo el que
sabe escribir, escribe”), la narradora concluye su evocación diciendo: “Y
decidí escribirlo. Escribirlo mientras espero”.
Reproducimos un fragmento de una secuencia, como muchas otras,
protagonizada por mujeres (los hombres están en el frente).
“La
guerra acabaría, papá no iba a tardar en volver y entonces, brindaríamos con
champán. Mamá me pondría el vestido de flores rosas, mi favorito, el que me
hizo con los patrones y la ayuda de Luisa, nuestra vecina, que “tiene unas
manos que si tuviese gusto se habría hecho rica”.
-Dale dos centímetros más
–dijo mi madre con la voz que pone siempre cuando juega conmigo a las princesas-
que luego, cuando menos te lo esperas, dan el estirón y todo les queda pequeño.
-Sí, y sobre todo porque
no sabemos cuándo ni cómo acabaremos… si es que salimos vivas de esta- replicó
Luisa mirándola de reojo por encima de los lentes. Quizá era la primera vez que
yo veía esa expresión, ese gesto sibilino de la gente que disfruta tajando
cualquier atisbo de alegría ajena, pues desde entonces pude identificarlo e
identificar, con él, a las malas personas.
Mi
madre bajó de nuevo la vista a la pieza de tela estampada con flores rosas que
tenía en el regazo y respondió ya con el tono de siempre, en voz muy baja: “Sí,
sobre todo por eso”. Y ese susurro continuó repitiéndose en mi cabeza como si
sus palabras cayesen y cayesen a un pozo sin fondo. Vi cómo su rostro se
apagaba y la sala y el mundo entero se oscurecía por la falta de luz. Todo
quedaba en silencio; un silencio que también era oscuro. Es entonces, mientras
me acompaña esa tiniebla, cuando nuestra vecina Luisa se convierte en “la Luisa”,
y yo odio a la Luisa, esa mujer sin gusto. Ha entristecido a mi madre, Dios
sabe por qué de tal forma, pero a mí no me importan las razones; yo he de vengar
el quebranto.
-Luisa, y a ti ¿por qué no
te gustan las cosas?
-¿Qué cosas?
-Las cosas, todas. No te
gustan las cosas porque no tienes gusto –dije con el tono de las princesas-. Si
lo tuvieras, serías rica. Pero no lo tienes.
Mi
madre, con la boca abierta, no daba crédito a lo que acababa de escuchar, y la
Luisa, que empezó a iluminar de nuevo la estancia con el arrebol de sus
mejillas, me preguntó, con deje contenido, que quién me había dicho eso. Mi
madre se apresuró a contestar por mí:
-Son cosas de niños,
mujer. Ya sabes, oyen esas cosas en la calle y luego las repiten como loros.
[pp. 18-19].
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