Frente a los escritores que siguen
la consigna clásica “art est celare artem” (algo así como “el arte consiste en
ocultar el artificio”), los escritores barrocos exhiben un descomedido entramado
formal que los convierte, como recordaba Borges, en autores que rozan su propia
caricatura (pues parece ya imposible emular sus pertrechos retóricos) y se
recrean en la oscuridad y en la complicación, de modo que la expresión pasa de
ser un cristal (que permite ver la realidad) a convertirse en una vidriera (que
desdeña, sea cual sea, la realidad y muestra, engreída, su artificio). Y así,
para Góngora, Zeus se oculta bajo el sintagma “el mentido robador de Europa”; un cisne es “el ave
/ que dulce muere y en las aguas mora”; un pavo real, el grave pájaro que “su
manto azul de tantos ojos dora / cuantas el celestial zafiro estrellas”...
Tres siglos más tarde, Miguel Hernández,
fascinado como tantos autores del 27 por el poeta cordobés (por ejemplo, García
Lorca, para quien la luna es un “cisne redondo en el río / ojo de las
catedrales, / alba fingida en las hojas…”), persistiría (en Perito en lunas, 1933) en la
construcción de numerosos ejemplos de “poema-esfinge”, con identificaciones
metafóricas incomprensibles sin el título de los poemas (que suprimió, intencionadamente,
al editar el libro). Por las cuarenta y dos octavas de la obra aparecían
camuflados (de hecho, todavía están allí para quien quiera desenmascararlos):
un barbero (“blanco
narciso por obligación”), un panadero golpeando la masa (“aunque púgil combato,
domo trigo”), unos toreros (“émulos imprudentes del lagarto”), un gallo (“coral,
canta a la noche por un filo”), una palmera (“anda, columna, ten un desenlace /
de surtidor”), una sandía (“un rojo desenlace negro de hoces”) o un pozo
(“subterráneo quinqué, cañón de canto”).
Pero, tal vez, quien se lleve
la palma en este exhibicionismo retórico complacido sea Calderón de la Barca,
quien en La vida es sueño pone en
boca de uno de los personajes (Clotaldo, el guardián de la torre en que el rey
ha encarcelado a Segismundo, su hijo y heredero al trono) estos versos
dirigidos a dos intrusos: “Rendid las armas y vidas, / o aquesta pistola, áspid
/ de metal, escupirá /el veneno penetrante / de dos balas, cuyo fuego / será
escándalo del aire” (Jornada I, escena III). ¿Qué dicen estos versos que, sin
proponérmelo, recuerdo desde que los leí por primera vez? Dicen en seis octosílabos
(esto es, en cuarenta y ocho sílabas): “Rendíos o disparo”. El episodio puede
compararse, a mi juicio, con un lance de la tauromaquia llamado desplante, en
que el torero (un torero a caballo en el Madrid de 1635), tras un quiebro
logrado, da la espalda al morlaco sin dejar de mirar, alternativamente, de un
modo cauto al astado y desafiante al público. En la representación de la obra,
puedo imaginar asimismo al personaje de Calderón mirando altanero a los dos
hombres a los que encañona y arrogante a los oyentes, como diciendo a unos y a
otros: “Ea, señores, ahí queda eso”.
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