LA
PERRA
Pilar
Quintana
Bogotá, Penguin Random House, 2017, 108 págs.
Nacida en Cali (Colombia) en 1972, Pilar Quintana es una narradora cuyos relatos han aparecido en numerosas antologías de
Latinoamérica, España, Italia y Estados Unidos, y en un libro aparecido en 2012,
Caperucita se come al lobo. Su
primera novela fue Cosquillas en la
lengua (Planeta, 2003). Le siguieron Coleccionista
de polvos raros (2007, VIII Premio de novela La Mar de Letras de 2010) y Conspiración iguana (Norma, 2009). Ahora,
la editorial Penguin Random House publica su última novela, La perra, cuya trama, situada en una
aldea próxima a Buenaventura, en la costa colombiana del Pacífico, gira en
torno a una mujer que no puede ser madre y a una perra de comportamiento
errático que tras parir abandona a sus cachorros. En medio de una naturaleza
todopoderosa, con tormentas devastadoras, un mar homicida y una selva lóbrega y
peligrosa, los personajes se enfrentan a este entorno hostil con armas tan frágiles
como las que usan para arrostrar sus pasiones internas.
“Un día Damaris, ella sola, sin que él la
hubiera presionado o le hubiera hecho comentarios desalentadores, entendió que nunca iban a encontrar a la perra.
Estaban frente a un hueco enorme en la tierra por donde entraba el mar. La
marea estaba alta, las olas se estrellaban furiosas contra las peñas y el
chorro de agua que subía los salpicaba. Rogelio estaba diciendo que para
cruzarlo tendrían que esperar a que la marea estuviera lo más seca posible,
bajar al hueco y subir por la pared de peñas del otro lado, cuidando de no
resbalarse, pues las peñas estaban cubiertas de lama. Damaris no lo escuchaba.
Había vuelto a lugar y la hora de la muerte de Nicolasito y cerró los ojos,
consternada. Ahora Rogelio decía que también podrían abrir un camino con sus
machetes para rodear el hueco, pero el problema era que por aquel lado había un
montón de palmas espinosas. Damaris abrió los ojos y lo interrumpió.
-La perra se murió –dijo.
Rogelio la miró sin comprender.
-Esta selva es horrible –explicó ella.
Había demasiados acantilados como ese, con
peñas cubiertas de lama y olas como la que se había llevado al finado
Nicolasito, árboles inmensos que las tormentas tumbaban de raíz y los rayos
partían por la mitad, derrumbes de tierras, culebras venenosas y culebras que
se tragaban venados, chimbilacos que desangraban a los animales, plantas con
espinas que podían atravesar un pie y quebradas que se crecían durante los
aguaceros y arrasaban con todo lo que encontraban a su paso… Por si fuera poco,
ya habían pasado veinte días desde que la perra se había ido, demasiado tiempo.
-Volvamos a la casa –dijo Damaris, por una
vez sin llorar”. [pp. 56-57].
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