ORDESA
Manuel Vilas
Madrid, Alfaguara, 2018, 387 págs.
Manuel Vilas (Barbastro, 1962) es un poeta cuyos libros han sido distinguidos con premios
tan reconocidos como el XV “Jaime Gil de Biedma”, el VI “Fray Luis de León o el
XVII premio internacional de poesía “Generación del 27” (su Poesía completa vio la luz en 2016 en
Visor). Como narrador, ha publicado dos libros de relatos (Zeta, 2014, y Setecientos
millones de rinocerontes, 2015) y cuatro novelas: España (Punto de lectura, 2012), Aire nuestro (Alfaguara, 2009), Los
inmortales (Alfaguara, 2012), y El luminoso
regalo (Alfaguara, 2013).
Ahora, la
editorial Alfaguara publica Ordesa,
una novela que se propone reconstruir mediante el ejercicio de la memoria la
vida de una familia de clase media en una España que trata de salir del atraso
y la pobreza, pero también es una crónica, lúcida y cruel, de unos destinos
humanos abocados a la enfermedad y a la muerte, a las rupturas y a la soledad,
escrita por un narrador que con un tono en ocasiones desgarrador y a ratos
intensamente poético siente la necesidad de sobreponerse a todo un repertorio
de desapariciones dolorosas.
Reproducimos
un fragmento y un poema inserto en un “Epílogo: la familia y la Historia”.
15
“Mi madre
veía la mano del diablo en su adversidad cotidiana. Muchas veces decía: “El
diablo está en esta casa”, cuando buscaba algo y no lo encontraba. Y concluía
gritando: “Imposible que el diablo no esté en esta casa”. Y buscaba algo que
tenía delante, pero que no sabía ver. Yo he heredado el mismo principio de
demencia. Busco cosas que están delante de mí, como un libro o una carta o un
cuchillo o una toalla o unos calcetines o un papel de un banco y no las sé ver.
Mi madre estaba convencida de que el demonio le escondía las cosas, que el
demonio era el culpable de los pequeños contratiempos. Ella vivía todos esos
accidentes domésticos con intensidad de loca. Y yo soy ella ahora, y el demonio
no es otra cosa que una degeneración neuronal hereditaria que toca el nervio
óptico y se transforma en oleadas de conexiones químicas apagadas o
titubeantes, y en ese deterioro eléctrico de la transmisión de la realidad se
incuban las bacterias de la psicosis, y la forma orgánica de la voluntad se
pudre en una masa de órdenes ajenas al mundo social y me convierto en un museo
de sequedad, de silencio, de soledad, de suicidio, de sordera y de sufrimiento.
Para mi
madre y para mí, la vida no tenía o no tiene argumento.
No está pasando
nada” [p. 58].
Papá
No bebas ya más, papá, por favor.
Tu hígado está muerto y tus ojos aún son azules.
He venido a buscarte. Mamá no lo sabe.
En el bar ya no te fían.
Iban a llamar a la policía,
pero me han avisado a mí antes,
por compasión.
Papá, por favor, reacciona, papá.
Hace meses que no vas a trabajar.
La gente no te quiere, ya no te quiere nadie.
Muérete lejos de nosotros, papá.
Nunca estuvimos orgullosos de ti, papá.
Por favor, muérete muy lejos de nosotros.
Nos lo debes.
Siempre estabas de mal humor.
Casi no te recordamos, pero nos llaman del bar.
Vete lejos, nos lo debes.
Es el único favor que te pido.
[Epílogo, p. 382].
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