TRES CUENTOS DE MANCONDO Y UN DISCURSO
Gabriel García Márquez
Bogotá, Secretaría de Cultura / Instituto de las
Artes Plásticas, Col. Libro al viento, 2015, 75 págs.
Preliminar de Antonio García Ángel
Con ocasión
del primer aniversario de la muerte de Gabriel García Márquez en Ciudad de
México en abril de 2014, la Secretaría de Cultura, Recreación y Deporte y el
Instituto Distrital de las Artes Plásticas publicaron en la colección “Libros
al viento” (con ejemplares distribuidos de modo gratuito en estaciones,
parques, hospitales, comedores comunitarios y cárceles), un volumen con texto
preliminar de Antonio García Ángel (“Prefiguraciones macondianas”), tres
cuentos del escritor (“Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo”, “La siesta del martes” y “Los funerales de la
Mamá Grande”) y el discurso de aceptación del premio Nobel leído por el
escritor en Oslo el 10 de diciembre de 1982.
“Monólogo
de Isabel viendo llover en Macondo”, en su origen un capítulo de La hojarasca (1955), es el primer texto
del escritor en que se menciona Macondo. Apareció en 1952 la revista El Heraldo de Barranquilla bajo el
título “El invierno” y, por su contenido, prefigura el diluvio de cuatro años,
once meses y dos días que en Cien años de soledad asola el pueblo de los Buendía. “La siesta del martes” y “Los
funerales de la Mamá Grande” vieron la luz en el volumen de este último título,
y también se relacionan con la novela más conocida del escritor, en el primer
caso por la referencia a la United Fruit
Company que ya se ha instalado en Macondo (“el tren salió del trepidante
corredor de rocas bermejas, penetró en las plantaciones de banano, simétricas e
interminables”), el segundo, “con sus resonancias míticas, su profusión
narrativa y el tono hiperbólico de los acontecimiento” [Preliminar, p. 10]
Reproducimos el fragmento inicial del tercer texto, el discurso de
aceptación del Nobel, que el poeta tituló “La soledad de América latina”.
“Antonio Pigafetta, un navegante florentino
que acompañó a Magallanes en el primer viaje alrededor del mundo, escribió a su
paso por nuestra América meridional una crónica rigurosa que sin embargo parece
una aventura de la imaginación. Contó que había visto cerdos con el ombligo en
el lomo, y unos pájaros sin patas cuyas hembras empollaban en las espaldas del
macho, y otros como alcatraces sin lengua cuyos picos parecían una cuchara.
Contó que había visto un engendro animal con cabeza y orejas de mula, cuerpo de
camello, patas de ciervo y relincho de caballo. Contó que al primer nativo que
encontraron en la Patagonia le pusieron enfrente un espejo, y que aquel gigante
enardecido perdió el uso de la razón por el pavor de su propia imagen.
Este libro breve y
fascinante, en el cual ya se vislumbran los gérmenes de nuestras novelas de
hoy, no es ni mucho menos el testimonio más asombroso de nuestra realidad de
aquellos tiempos. Los cronistas de Indias nos legaron otros incontables.
Eldorado, nuestro país ilusorio tan codiciado, figuró en mapas numerosos
durante largos años, cambiando de lugar y de forma según la fantasía de los
cartógrafos. En busca de la fuente de la Eterna Juventud, el mítico Alvar Núñez
Cabeza de Vaca exploró durante ocho años el norte de México, en una expedición
venática cuyos miembros se comieron unos a otros y sólo llegaron cinco de los
600 que la emprendieron. Uno de los tantos misterios que nunca fueron
descifrados, es el de las once mil mulas cargadas con cien libras de oro cada
una, que un día salieron del Cuzco para pagar el rescate de Atahualpa y nunca
llegaron a su destino. Más tarde, durante la colonia, se vendían en Cartagena
de Indias unas gallinas criadas en tierras de aluvión, en cuyas mollejas se
encontraban piedrecitas de oro. Este delirio áureo de nuestros fundadores nos
persiguió hasta hace poco tiempo. Apenas en el siglo pasado la misión alemana
de estudiar la construcción de un ferrocarril interoceánico en el istmo de
Panamá, concluyó que el proyecto era viable con la condición de que los rieles
no se hicieran de hierro, que era un metal escaso en la región, sino que se
hicieran de oro”.
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