MI PADRE
Eduardo Moga
Gijón, Ediciones Trea, 2019, 114
págs.
Licenciado en Derecho y licenciado y doctor
en Filología Hispánica por la Universidad de Barcelona, Eduardo Moga (Barcelona, 1962), es autor, como poeta (ha cultivado también
géneros como el ensayo literario, la crítica o el libro de viajes) de los poemarios
Ángel mortal (1994), La luz oída («Premio
Adonáis», 1996), El barro en la mirada (1998),
Unánime fuego (1999; 2ª edición, 2007), El
corazón, la nada (1999), La montaña hendida (2002),
Las horas y los labios (2003), Soliloquio
para dos (2006), Los haikús del tren (2007),
Cuerpo sin mí (2007), Seis sextinas soeces (2008),
Bajo la piel, los días (2010), El
desierto verde (2011; 2ª edición, 2012), Insumisión (premio
al mejor poemario del año de la revista Quimera,
2013; Latino Book Award, EE. UU., 2014), Décimas
de fiebre (2014) y Dices (2014).
Este mismo año aparece una selección de sus textos en Amargord Ediciones, con prólogo de Jordi Doce, El corazón, la nada (Antología
poética 1994-2014). Recientemente, la editorial madrileña
Vaso Roto ha publicado Muerte y amapolas en Alexandra Avenue (2017) y ese mismo año la editorial Libros de
Aldarán publica Lo profundo es la piel,
una antología de poesía erótica al cuidado del poeta y ensayista Christian T. Arjona.
Ahora, la editorial asturiana Trea publica Mi padre, una compilación de recuerdos (como los “Me acuerdo” de
Georges Perec) de la figura paterna comunicados con sobriedad, sin el menor
énfasis, casi en el “grado cero” de la expresión retórica, tan lejanos del
perfil del poema preferencial, aunque no único, del poeta (composiciones extensas,
de metros amplios y una expresión gozosa y torrencial) hasta el punto de que
una de las citas que abre el volumen (de Jamie Sabines. Algo sobre la muerte del mayor Sabines) afirma: “(Me avergüenzo de
mí hasta los pelos / por tratar de escribir estas cosas. / ¡Maldito el que crea
que esto es un poema!)”. Reproducimos algunos de estos sucintos apuntes.
A mi padre le gustaba jugar conmigo al ajedrez. Su pieza prefería era el
caballo. Y siempre le ganaba. Tras la segunda o tercera derrota, decía: “Venga,
ahora voy a jugar en serio”. Y volvía a ganarle.
Mi padre jugaba muy bien al ganapierde. Es un juego al revés: gana el
que menos puntos consigue. Yo intentaba imitar la astucia de sus descartes y,
sobre todo, su elegancia, tanto en la victoria como, sobre todo, en la derrota.
Ahora no encuentro con quien jugar.
Mi padre recordaba los bombardeos de Barcelona de la aviación fascista.
Sonaban las sirenas, su madre lo cogía de la mano y bajaban corriendo las
escaleras de la casa hasta el refugio del metro más cercano. Allí esperaban a
que el ataque acabara. A veces, tenían que pasar la noche en los túneles.
Mi padre roncaba. Tenía apneas que duraban varios segundos. Desde mi
habitación, al otro extremo del pasillo, yo oía sus ronquidos como el tronzador
de una serrería.
Una vez vi deambular a mi padre por las calles del barrio. Entraba en un
bar y salía. Luego en otro. Parecía ausente, sin rumbo. No le dije nada.
Mi padre se consideraba un intelectual. A veces lo decía mientras
masticaba una rodaja de morcón o una loncha de tocino con la boca abierta.
Por mucho que me esfuerce, no consigo recordar nada más de mi padre.
Mi padre se llamaba Abel.
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