Los
portugueses
Si en el entorno rural los ganaderos
padecían por aquellos años una vaga pero cierta estigmatización por parte de
los agricultores, los portugueses eran objeto de un desdén nada encubierto pues
durante décadas habían cruzado a España desde las dos Beiras (la Alta y la
Baja) en busca de trabajos de mera subsistencia. Pasaban afiladores con sus
bicicletas, curanderos, acordeonistas, esquiladores y braceros que se quedaban
en los cortijos por sueldos míseros. Los segadores aparecían en primavera, a
tiempo de cosechar las habas, con sus sacos a las espaldas, sus hoces y piedras
de afilar y los cuernos del aceite y la sal. Se les conocía como “ratinhos” y
eran presentados
en los relatos populares como seres simples, pobres y primitivos (“Os ratinhos pasavam
a ceifar a Espanha com acordeões y pão de milho, e ceifavam com un martelo e um escopro.
Um punha o escopro na palha e o outro dava uma martelada e quando a palha caia gritava:
“¡Foge que vai a viga!”).
A la calle del Cuervo (o del Teniente
Coronel Yagüe) vino a vivir una familia portuguesa constituida por unos padres
ya ancianos, cinco hermanos, todos solteros, y una hermana de escasas luces
llamada Ermilindra que hacía los recados de la familia. El desconocimiento
absoluto sobre su origen y sus medios de vida, la completa falta de relación
con el nuevo entorno y el hecho de que el hermano mayor dejara embarazada a una
vecina y se negara a reconocer su paternidad los convirtió en unos apestados.
Vivían en una casa de alquiler, arrendaron una huerta que cultivaban con
desgana y, finalmente, compraron un tractor y una trilladora, los dos de
segunda mano.
Con el tiempo, su padre entabló relación con
ellos, que se mostraban muy amables (podían en esos encuentros hablar portugués
y les era común la cultura de la Raya), pero lo cierto es que en su
comportamiento había algo turbio, con una mezcla de afabilidad en el trato y
una enorme crueldad en sus actitudes: la severa autoridad, heredada de su padre
en vida, que el hermano mayor ejercía sobre los demás, las truculentas
historias que uno de ellos, Paulo, contaba de su servicio militar en Angola por
los años de la guerra (había abatido a un negro subido a una palmera de un disparo certero solo por probar su puntería, hacía frecuentes gestos de dolor
hasta que confesó, entre arrepentido y ufano, la razón: “eu estou picado de
grelhas das meninas de Lisboa”) y, al fin, la historia del perro.
Los portugueses tenían un perro canijo de
capa canela llamado Piloto (como decía Esteban, un personaje de Luis Landero,
“un puto perro de pobre”) que acabó entrando en los corrales de la casa de sus
padres en busca de un sustento que no encontraba entre ellos. Aquí fue bien
acogido por todos y acabó acompañando a su padre al campo y a su hermana a la
escuela. En cierta ocasión su padre se dejó olvidado un jersey en un olivar; dos días más tarde volvió y encontró al perro echado junto a él: llevaba cuarenta
y ocho horas sin comer ni beber. Le emocionó la fidelidad del pobre animal y,
tal vez con la idea de pedírselo, les contó lo ocurrido a los portugueses. Ese mismo
día, uno de ellos ahorcó el perro.
Por entonces, en la era de la colada en los
meses de verano se levantaba una extraña ciudad de sombrajos, parvas, hacinas
y, pasado el tiempo de la trilla, de montones de trigo, cebada, avena, centeno,
garbanzos, altramuces… que los labradores, con desigual semblante según les
hubiera pintado el año, medían con una cuartilla y un rasero y ensacaban para
llenar doblados y desvanes. Entre las numerosas parvas de labradores humildes,
las hacinas de los más acaudalados eran altas como casas de dos plantas y se
erigían dejando calles en medio por donde entraba la trilladora tirada por un
tractor. La de los portugueses era una descomunal máquina atendida por una
cuadrilla de veinte hombres quienes trabajaban por turnos cubriéndose los ojos
con gafas de exploradores polares y descansaban en un sombrajo cubierto con
paja de centeno. Una vez desenganchada y calzada, la trilladora arrancaba con
un formidable ruido ensordecedor que espantaba a los pardales raferos, a las
cantarinas alondras y hasta a los cuervos de la encina seca del serrijón de
enfrente. Porque no se trataba de un único ruido; era una orquesta disonante de
instrumentos enloquecidos, y así, al rugido un poco asmático del motor se
sumaban otros muchos, sobre todo si uno tenía la curiosidad de dar una vuelta
en torno a ella: aquí tosían unas bielas (cof, cof, cof), allí zumbaba una
correa retorcida como una cinta de Moebius (zum, zum, zum), allá graznaban
varias cribas descendentes (ras-ras, ras-ras), junto a una rueda de hierro
chirriaba un cojinete mendigando aceite (chin, chin, chin), más allá giraba el tambor
de trilla (glam, glam, glam)…, mientras por un costado una pieza de hierro del
tamaño de una teja dejaba caer el grano dorado en un saco sujeto a unos pernos.
Abandonando sus colleras de mulas en las
parvas próximas, se acercaban consternados los ancianos de barba hirsuta y una
sola ceja detenidos en un gesto común (rascarse la cabeza por debajo de la
boina; como se sabe, un síntoma claro de talento) contemplando el fragor
rotundo del progreso.
Como las cosechadoras actuales, las
trilladoras debían esperar a que el sol calentara las mieses, húmedas por el
rocío nocturno, y prolongaban la tarea hasta bien entrada la noche. Y fue en
una noche de viento seco y terrero del poniente cuando de un cojinete seco
(chin, chin, chin) se desprendió una chispa que fue a prender en un fino
montoncillo de tamo, que voló encendido a un montón pequeño de paja, en donde
el fuego se alimentó lo bastante como para saltar, impulsado por el viento, a
la hacina de trigo, mientras uno de los portugueses en vez de tratar de
apagarlo, arrancó el tractor, enganchó a toda prisa la trilladora y la sacó de
la calle incendiada, en medio del griterío unánime del infortunio
-Anda lá fora, Paulo.
-Los bidones de gasoil. ¡Que alguien saque los bidones de gasoil!
-Oh Zé, foge, foge.
En tanto, en medio del caos, un exaltado
gritaba:
-¡Han sido los portugueses! ¡Coged las horcas y a la jacina con ellos!
Poco más tarde enmudeció la trilladora y
solo quedó el fragor sordo y crepitante del fuego quemando la paja y la mies
aún no trillada e iluminando a ráfagas el espantajo de los hombres con los
brazos abiertos, mientras un surtidor de pavesas ascendía en espiral hacia
un cielo añil, amenazando con propagar el fuego a las eras vecinas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario