Los trabajos y los días
A diario, cuando salían de la escuela, donde
impartían conocimientos tan apasionantes como la lista de los puñeteros reyes
“gordos” que Dios maldiga, en lugar de volver por una de las calles preferían
bajar a la rivera y seguir su orilla: veían libélulas de alas transparentes o
tornasoladas que apresaban vivas arrojándoles una tira de goma elástica de
bicicleta, la misma que utilizaban para los tirachinas, ranas que saltaban al
agua con un nítido blop, galápagos
acorazados que se dejaban caer al cauce como piedras o pequeños peces plateados:
la colmilleja, la pardilla o el jarabugo antes de que los ríos se vieran
infestados de especies foráneas, que acabarían con las autóctonas, como
percasoles o peces gato.
En las mañanas de abril recorría los
alrededores del pueblo, especialmente las áreas adehesadas, buscando nidos con
su amigo Tomás, hijo de una humilde familia que vivía en una barriada de chozos
de bálago desolada como una cabila del Rif. Pasaban mañanas enteras mirando en
la copa de las chaparras en busca de nidos de tórtolas (unas pocas ramitas que
se entrecruzaban y dejaban ver si había huevos o polluelos) y en los lindones
donde anidaban las cogutas (cuatro huevos blancos con pintas oscuras) y las alondras
(varios huevos grises casi negros). Mucho mayor era el nido del rabilargo, que,
receloso, no se alejaba mucho de la encina, con la cola y los extremos de las
alas azulonas y su caperuza negra. La abubilla anidaba en el tueco de un árbol
y tenía bastante mala fama (“Jiedes más que una abubilla”), mientras que el
mirlo con su plumaje negro y el pico amarillo prefería los zarzales para
anidar, y los jilgueros (careta roja y alas amarillas) acercaban sus nidos a
las viviendas huyendo de los predadores: urracas, esmerejones, gavilanes.
Por su parte, los abejarucos de vivísimos
colores (azul, rojo, amarillo) abrían un túnel en la pared vertical de un
declive del terreno en donde la hembra empollaba ocho o diez huevos. Cuando los
polluelos habían nacido, los adultos salían de él de culo por lo que no era
difícil atraparlos (pero si se enjaulaban morían). Volaban en pequeñas bandadas
lanzando un gorjeo estridente y eran el terror de los colmeneros porque podían
acabar en una mañana con un enjambre de abejas.
Él pensaba que tal vez hubiera un oficio de
“buscador de nidos” con el que poder ganarse la vida, mientras seguían trotando
por aquellos verdes campos cubiertos de encinas. Si la felicidad es, según
Leopardi, lo que teníamos antes de empezar a buscarla, sin duda que su amigo y él eran por entonces dos tipos felices vagando sin meta, espantando aquí una
pareja de perdices (siempre volaba primero la hembra, más pequeña que el macho)
o, allá, una liebre, que huía a grandes trancos con las orejas enhiestas. De
cuando en cuando, se detenían, sudorosos y jadeantes, para beber echados de
bruces en pequeños arroyos (“Agua corriente no mata a la gente”) con las
orillas cubiertas de berros y poleos mirando de reojo a los zancudos zapateros
que se desplazaban con increíble elegancia sobre la superficie del agua clara.
Un día vio, recortada contra el cielo azul,
la silueta de una mujer alta y enjuta con un cayado en la mano más alto que
ella. Vestía de negro como la mayoría de las mujeres de aquella España enlutada
y procesional y miraba hacia el sol con la barbilla erguida como un podenco
venteando los aires.
- ¿Quién esa mujer? –preguntó a su
amigo.
-Es la ciega.
¡La ciega! Había oído hablar de ella a sus
amigos que incluso se la mostraron en la lejanía. Sabía que vivía en una huerta
próxima al pueblo con otra hermana, también ciega, que cuidaba de la casa. Unas
cabras ramoneaban entre jaras y retamas haciendo sonar sus esquilas cristalinas
y fue, entonces, como si una extraña sombra cenicienta cubriera el sol y
apagara los colores del campo. Esa era la mujer que inexplicablemente se había
colado en sus pesadillas nocturnas.
A pesar de su cortada edad, ya sabía que el
mundo de la naturaleza y el de los hombres podía ser cruel (una zorra podía
atrapar una perdiz que por entonces empollaba una nidada), pero también
clemente (cuando caía un chaparrón primaveral el campo quedaba de repente en
silencio: los pájaros acudían a sus nidos para proteger de la lluvia a los
polluelos con sus alas). Pero una figura como esta escapaba a cualquier
explicación natural. ¿Qué o quién había empujado a esa pobre mujer a guardar un
hato de cabras por aquellos malos pasos de quebradas y peñascales? De ella
contaban que había caído a un pozo sin brocal y consiguió salir por sí sola.
Era eso, lo inexplicable, lo incomprensible, lo ajeno a cualquier lógica
natural o humana lo que la había aproximado a una figura de terror que irrumpía
en sus sueños.
Entre todos sus amigos de la escuela,
destacaba un muchacho de su quinta, espigado, enjuto e hiperactivo, con una
capacidad extraordinaria para idear travesuras. Un día rompió de una pedrada el
espejo del patio cuando él se estaba lavando las manos en la palangana y los
trozos de vidrio le cayeron en las muñecas. Su madre le cortó la hemorragia con
azúcar. Esa misma tarde empezó a jugar con el gato obligándolo a saltar de un
lado a otro del brocal del pozo. Una de las veces le tiró del rabo justo en el
momento del salto y el gato cayó al agua. Rápidamente se inclinó, extendió las
manos y tiró de él, que salió clavándole las uñas en la palma de las manos (al
verlo, su madre volvió, ya de mala gana, a buscar el azucarero).
El padre de su amigo tenía un pequeño taller
de reparaciones y los domingos por la noche proyectaba las películas en el
cine. Su hijo, además de ser monaguillo, heredó los oficios del padre.
Trasteaba en el taller como ayudante y sustituía al padre cuando este tenía
otras ocupaciones y así fue cómo él conoció, y probó, otro oficio, el de
operador. Varias noches de domingo subió con su amigo a la cabina de
proyección, un cuchitril con el suelo cubierto de trozos de celuloide
sobrantes.
Allí estaban las latas, redondas y
numeradas siguiendo el orden de la trama, que venían de un pueblo cercano en
que la película se había proyectado y, por tanto, era preciso invertir por
completo la cinta de cada una de ellas y enrollarla, una vez más, en orden
inverso a la numeración (tres, dos, uno) empalmando los extremos de los rollos
con un pincel impregnado de acetona. Luego, había que enhebrar la película por
un conjunto de rodillos dentados hasta hacerla pasar por el foco de luz, por
donde bajaba, como se sabe, a una velocidad de 24 fotogramas por segundo.
La lámpara estaba formada por dos piezas tal
vez de carbono del tamaño de dos lápices gruesos cuyos extremos estaban
separados un par de centímetros; de ellos surgía una pequeña pero poderosa
llama permanente convertida en un foco de luz que atravesaba los fotogramas, de
modo que la imagen, ampliada por una lente situada en la torreta, se proyectaba
allá lejos sobre la pantalla. Pero el operador de cabina debía estar siempre
vigilante pues los “lápices” se iban quemando por su extremo y de vez en cuando
había que aproximarlos girando un pequeño volante para mantener en todo momento
la distancia entre ellos.
Cierto día su amigo tuvo que salir con
urgencia y le dejó al cargo de la proyección. Antes, le mostró qué ocurría si
se juntaban en demasía o si se separaran en exceso los dos pivotes. En el
primer caso los fotogramas se “quemaban” y las imágenes en la pantalla
empezaban rápidamente a amarillear sobre un fondo sepia; en el segundo, los
colores se apagaban en unos tonos grisáceos hasta fundirse en negro. Y en los
dos casos la reacción del público era inmediata (“¡Modorro, albardán, mamón,
subnormal…!”). Cuando él salió, esperó un rato, se asomó a las escaleras, volvió
a la máquina y le dio una vuelta a la ruedecita. De inmediato subió del patio
de butacas el alboroto de los cinéfilos (“¡Atontao, cabrón…, como suba
p’arriba, hoy cobras…!”). ¡Aquella máquina funcionaba a la perfección!
En otra ocasión, el padre de su amigo preparó
la película siguiendo la rutina de siempre, pero los rollos venían equivocados
en las latas, de modo que montó el tercero en primer lugar. Ya había tenido
ocasión de comprobar que el público hablaba con frecuencia en voz alta
(“¡Ostras Pedrín, aquí cae una gotera!”) e “interaccionaba” con los personajes
(“¡Sí, enseguida lo vas a matar tú, inútil!”, “¡Ay, ay, ay, de ese cabrón del
bigote no me fío un pelo!”), pero aquella película, una historia romántica con
final feliz, fue sin duda la más comentada: nadie entendía nada (“Pero bueno,
este par de cursis ¿de qué se conocen?”) mientras la trama corría rápidamente a
su desenlace. Cuando el último fotograma mostraba a la pareja feliz cogida de
la mano a los veinte minutos de haber empezado la película y aparecía en la pantalla “The End”, uno entre el público,
sin duda bilingüe, se levantó y gritó:
-¡Cagüentó! Ahí pone fin. Como no me
devuelvan el dinero no dejo una butaca sana.
Con otros dos amigos, en fin, se introdujo
paulatinamente en los pormenores de otro oficio, el de vaquero: aprendió a
ordeñar y a echar posturas a las novillas mientras le rascaba la testuz.
También se intercambiaban tebeos (El
Capitán Trueno, El Jabato, El Zorro, Hazañas Bélicas…) y jugaban en el
corral con tres perros que tenían: una perra de color canela y dos cachorros de
meses. Cierto día venía en el coche con su padre de los olivos y en una
revuelta del camino vio la madre colgada de la pernada de una encina grande al
lado del camino. El vaquero la había ahorcado. Miró alrededor y, en efecto, por
allí pastaban las vacas. No vio al padre de sus amigos, pero él sí los vio a ellos
porque a mediodía se presentó en casa. Lo vio hablando con su padre y se dio
cuenta de que él, con semblante serio, le hacía un gesto con la mano hacia el
patio, como si estuviera accediendo con desgana a una petición. Se acercó a él
con una sonrisa servil, que le repugnó, y le dijo que la perra ya era vieja y
que, por favor, no les contara nada a sus hijos... Asintió con la cabeza sin
contestarle pensando “Sí, claro que no les diré nada pero no por ti; por ellos,
cabrón”.
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