SER. VELEIDADES
Isidro Timón
Mérida, De la luna libros, Col. Luna de Poniente, 2020, 68 págs.
Más conocido como dramaturgo
y director de escena, con más de treinta textos teatrales (Mundos y otras piezas, Antígona.
Siglo XXI…), Isidro Timón (Cáceres, 1961) ha colaborado en varias entregas
de La Luna de Mérida. Como narrador, ha publicado Aquel día… Detroit (Letras Cascabeleras, 2014) y El sembrador de adoquines (Editora
Regional, 2015, prologada por el profesor Miguel Ángel Lama).
Ahora, la editorial
emeritense De la luna libros publica Ser. Veleidades, una compilación de
diecisiete relatos agrupados en los dos bloques del título. De contornos
realistas, los cuentos, con frecuencia dialogados, acogen a tipos urbanos (el
mendigo, la cajera de supermercado, el marido infiel, el conductor de blablacar tentado por la impostura…) enfrentados a
situaciones cotidianas en las que no es
infrecuente que irrumpa lo insospechado.
Reproducimos una de las
composiciones del primer bloque.
GUCHINNI
La memoria de Dios
Es curioso cómo se para el
tiempo en este lugar, cómo congela la tarde luminosa que llega desde las ventanas
atravesando plantas y cortinas. La residencia está tranquila y silenciosa hoy.
No es domingo. Alguna trabajadora pasa de vez en cuando empujando sigilosa su
carro cargado de pañales, o repartiendo por vestíbulos y habitaciones zumo,
agua, galletas... El ruido sordo de los televisores de cada planta sube por el
hueco de escaleras. Se para el tiempo. Sí, eso que normalmente no es más que
una frase hecha cobra de pronto su sentido y dibuja, como un preciso reloj
parado, un espacio quieto, que no avanza hacia ninguna parte, en el que surgen recuerdos
escondidos, en la plácida tarde detenida en dos manos entrelazadas que no
hablan entre sí, que no intercambian sentimientos ni energías, solo se
consienten.
En el televisor callado
merodea un grupo de leonas africanas alrededor de una manada de gacelas. Tú miras
sin ver, cautivada por el movimiento, creo, por los colores. No retiras tu mano
de mi mano, ni la aprietas. Son tardes de palabras que luchan por
acercarte a mí sin conseguirlo, ya pasó el tiempo en el que cantábamos
canciones que yo iniciaba y tú seguías, ya sola, hasta el final, rincón intacto
de tu memoria, y mi sorpresa siempre por ese conservar el legado de la
tradición cantada y no conocer a quien, sentado a tu lado, te escuchaba, y mi tristeza, claro.
-¿Te cuento una
historia de cuando yo era pequeño? –ante el silencio aprieto ligeramente tu mano—,
me miras sin extrañeza, sin curiosidad y vuelves a tu mundo de leonas y
gacelas.
—Había llegado un
circo al pueblo. Fuimos con nuestras entradas y nos sentamos en la segunda
fila, en un banco de madera que rodeaba una pista redonda de suelo amarillo,
¿recuerdas? No, no te acuerdas. Yo tendría seis años, cinco o seis años solamente.
Estábamos los cinco y disfrutamos con los números del trapecio, de equilibrio
de dos chicas sobre sus caballos blancos dando vueltas a la pista, del lanzador
de chuchillos, de los payasos y, al final, salió el mago. No recuerdo su
nombre, pero en algún momento de su número me sacó a la pista para que le ayudara.
Sacó monedas de mi pelo, de mis orejas, de mis bolsillos... Al final me dijo
que me bajara la cremallera del pantalón y colocó un cubo delante de mis
piernas. De mi bragueta brotó una cascada de monedas que fueron llenando el
cubo hasta el borde. Aquello me avergonzó profundamente, me sentí ridículo
allí, mareado, delante de todo el pueblo con la bragueta bajada, escuchando las
risas del público, sus aplausos. Después, en casa, tuve que aguantar las bromas
y las exigencias de mi hermano que hizo que me bajara la bragueta y me pedía
que sacara más monedas, para comprar cromos... Es igual, hace tanto tiempo de
aquello...
—Guchinni.
—¿Cómo dices, mamá?
—El mago se llamaba
Guchinni.
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