El pasado
sábado, Enrique García Fuentes, uno
de los más conocidos críticos literarios de la región, publicaba una reseña
sobre Fronteras, que reproducimos aquí con su permiso.
ARCADIA
Enrique García Fuentes
Para los que, como yo, consideran a Manuel Simón Viola Morato el nombre de referencia en lo que se refiere a estudios filológicos y críticos de la narrativa extremeña de los dos últimos siglos (y de los más avezados también a la hora de ponerla en conexión con el resto de las literatura hispánica de las mismas fechas) les habrá sorprendido esta irrupción decidida en un campo que hasta ahora había medido y sopesado con acierto y en el que, por fin, se ha decidido a intervenir.
No
sé si es cierto eso que dicen de que todo crítico es un escritor frustrado;
tampoco es que me importe mucho. La impresión que yo tengo es que Simón Viola
(el aligerado nombre que ha elegido como escritor estricto) se arrellana en su
recién estrenada condición de jubilado, libre de cargas académicas y
exegéticas; pone en orden papeles varios y recuerdos por clasificar y se lanza,
precavido, al cenagoso mundo de la creación literaria. Como todo escritor
‘novel’ (como si llevara poco escrito hasta la fecha…) opta por rebuscar en la
memoria, ese inmenso territorio del que continuamente brotan asuntos e
historias, y pergeña una serie de textos caracterizados por la brevedad, la
pulcritud y una más o menos fidelidad –tampoco demasiado bien comprendida por
mi parte, me aventuro a decir– a lo estrictamente real, verosímil y verificable
de lo narrado.
Ya
no sé si fue Rilke –tanto se le ha manoseado– el que dijo aquello de que la
infancia es la patria del hombre, pero lo cierto es que Simón Viola ha entrado
voraz en ese terreno tan suyo, privativo y propio y de él emanan esta veintena
larga de recuerdos e impresiones particulares –que completa con fragmentos
debelados cariñosamente de otros recuerdos redactados por familiares suyos de
primer grado–, de sus andanzas de chico por La Codosera, Alburquerque, La Roca
de la Sierra y otros sitios. Vibrantes unos, teñidos de melancolía y serena
tristeza otros, se afanan por componer un mosaico de vivencias con las que
aquellos que hayan vivido circunstancias parecidas a las que se narran se
confabularán cariñosamente, y los que venimos de la ciudad y solo nos vamos al
campo a pasear un ratito aprenderemos mucho y hasta puede que nos pase por la
cabeza que hay algo muy importante en nuestras vidas que tal vez se nos haya
perdido.
¡Qué
fácil sería –como viejo zorro que es, el propio escritor ya lo menciona en uno
de los fragmentos y se nos adelanta-– reducir este elenco de vivencias al
socorrido tópico del «menosprecio de corte y alabanza de aldea». Al optar por
centrarse en los episodios más infantiles, le rezuma al autor la felicidad –que
acaso descubre ahora– de haber protagonizado, o simplemente advertido, las
aventurillas y facecias que nos recrea. Otra cosa, sin embargo, es cuando el
relato rememora vivencias ya más adentradas en su adolescencia o juventud (en
realidad, muy pocas) en las que se hace perfectamente comprensible que se le
levante un claro espíritu crítico frente a lo que nos está contando. No. En
absoluto la vida del campo (y más en los agrestes y no siempre feraces
territorios por donde transcurrió su infancia) se idealiza. No eran buenas
tierras y fueron, sobre todo, malos, muy malos tiempos. Cuando el protagonista
nace y, más que nada, empieza a ir madurando y adquiriendo conciencia de cuanto
le rodea, andamos ya por los años del desarrollismo (que, dicho sea de paso,
tampoco es que el mundo estrictamente rural que aquí se retrata percibiera
satisfactoriamente), pero ahí está omnipresente, la permanencia de la situación
heredada tras nuestra desdichada guerra civil, ominosamente patente en la vida
rural de esa larguísima e inacabable posguerra, que Simón Viola rescata de la
vida de sus padres y sus abuelos. Aunque tiene la honradez suficiente como para
no cargar las tintas y el coraje de reconocer que, en realidad, la situación de
su familia no llegó a los extremos de escasez de otros seres cercanos, tampoco
rehúsa – insisto, sin regodearse en ello– adentrarse a veces por las
paupérrimas condiciones de vida que, a ambos lados de La Raya (’Fronteras’ no
es un título caprichoso) se vivieron durante esos tristes años.
Sale
uno de esta agridulce evocación con el convencimiento casi pleno de que no es
más que el primer capítulo de algo que intuimos –acaso deseamos– más extenso.
No se nota en el autor un especial empeño en asegurar la pincelada, antes al
contrario: más parece la acuarela que el óleo la técnica empleada para transmitir
estas rememoraciones. Por eso confío en que sucesivas entregas acoten,
concreten, más la perspectiva y prescindan (o se reafirmen en corregir) la
única rémora que le encuentro a este rosario de enfervorecidas vivencias: la
inane sustitución de la primera por la tercera persona a la hora de la
narración, como si el narrador temiese la insoslayable identificación con el
protagonista; algo que nada molestaría al lector, y que, es más, le ayudaría a
compartir y disfrutar mejor este arcádico mundo que se le ofrenda.
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