HISTORIAS DE CICONIA
Francisco Rodríguez Criado
Mérida, De la Luna Libros, 2008, 240 págs.
Francisco Rodríguez Criado (Cáceres, 1967), profesor de enseñanza media y ponente de varios talleres literarios, ha cultivado la narración corta, género en el que cuenta con un notable número de premios. Las compilaciones publicadas hasta el momento son Sopa de pescado (Mérida, Editora Regional de Extremadura, 2001); Siete minutos (Palma de Mallorca, La Guantera, 2003), Texamentos (Plasencia, Alcancía, 2005) y Un elefante en Harrods (Mérida, De La Luna Libros, 2006).
Ahora, el escritor cacereño da el salto a la novela con Historias de Ciconia (2008), una novela compleja ambientada en una ciudad provinciana en que “la vida transcurre a un ritmo agradable, sin prisas pero sin pausas, aunque muchos de sus habitantes suspiran por sufrir el ajetreo de una gran ciudad”. Por las descripciones precisas de este entorno urbano resulta fácil reconocer en él la ciudad de Cáceres, la auténtica y única protagonista de una obra coral con más de cien personajes, que recuerda por la similitud en los propósitos, títulos como La regenta de Clarín, citada varias veces, Manhattan Transfer de Dos Passos, La colmena de Cela e incluso ciertos capítulos del Ulises de Joyce.
Como en los casos mencionados, nos encontramos ante una trama fragmentada en numerosas secuencias agrupadas en capítulos que llevan como epígrafe los días de una semana (en realidad, ocho días, pues la acción va de un domingo al siguiente). Como es habitual en estas narraciones colectivas, siempre hay personajes que adquieren un mayor peso (en nuestro caso, el librero Adán Maté, con un nombre y un apellido intencionales, cuya historia está en el origen de la novela, como confiesa el autor, cuando ésta era solo un relato: “La doble vida de Adán Maté”), pero el protagonismo corresponde al amplio grupo de seres humanos que deambulan por la ciudad y se relacionan entre sí, de ahí la reiteración de espacios públicos como plazas, paseos, estaciones de autobús o de ferrocarril, cafeterías, pubs..., en donde son posibles los encuentros casuales y es más visible la imagen de “colmena” que toda ciudad proyecta. Puesto que el propósito del autor es el reflejo de una realidad cotidiana, la trama carece de esos episodios característicos de toda narración tradicional, que suele ofrecer lo anómalo instalado en la normalidad, ofreciéndose, en cambio, como un espejo “calle abajo”, como una “epopeya” de la gente corriente. Tal es, por ejemplo, el caso de Clara, molesta porque un grupo de estudiantes pone la música demasiado alta en el piso de al lado y no la deja descansar, pero, tras llamarles la atención, comprueba que entonces es el silencio lo que le impide dormir; de Luis Señor (a quien todo el mundo apoda “ruiseñor”), el escritor maldito de hábitos bohemios rechazado por todas las editoras, a quien acaban de echar de la pensión; de la pareja que en el mismo café discute constantemente, siempre al borde de la ruptura...
La impresión de copia directa de la realidad se acentúa con la incorporación de anotaciones como pintadas en cuartos de baño (“Si quieres que un hombre deje de acosarte, cásate con él”), citas de programas electorales, fragmentos del discurso de un guía turístico en la ciudad monumental, textos de un “Álbum de Nostalgias del Autor”, entradas de un blog, trozos de diálogos oídos al azar, esquelas y noticias aparecidas en los diarios... hasta contribuir a la erección de una obra construida mediante fragmentos de vidas humanas que se suceden en el tiempo sin un objetivo apreciable.
Si la trama nos ofrece la vida de la ciudad en su acontecer, la novela, formalmente, se presenta como una narración en construcción, que reproduce las indecisiones del escritor (“No sabe muy bien cómo desarrollar este capítulo. Ya se le ocurrirá algo”) e incorpora sus propios reproches críticos (“Demasiadas oraciones subordinadas”), para presentarse, finalmente, como lo que es, una pura ficción. Esto es lo que descubre, como el protagonista unamuniano de Niebla, Adán Maté: todos ellos son personajes de novela, “seres de papel” (Barthes), que se esfumarán cuando concluya la lectura, un destino que alcanzará también al narrador, pues “cuando esta novela termine, ese yo literario morirá también. En cierto modo soy efímero, como tú”.
Aunque carece del propósito crítico del realismo social, Historias de Ciconia recibe de esta corriente narrativa una perceptible herencia formal, que se traduce en su estructura, como hemos dicho, pero también en la reducción temporal (podemos adivinar cómo son las restantes semanas del año en esa ciudad), en el personaje colectivo, en el predominio de espacios públicos, en una perspectiva de “lente de cámara” reacia al sicologismo (con frecuencia los personajes entran en campo sin que sepamos nada de ellos: será su comportamiento, especialmente lingüístico, el que los retrate), en la ausencia de intriga y de episodios novelescos (en honor a la verosimilitud: la realidad es antinovelesca) y en el fragmentarismo de unas secuencias que no se suceden trabadas hacia una conclusión, puesto que la realidad nunca avanza hacia un desenlace (“Si la vida del hombre no tiene un objetivo definido [...] ¿por qué ha de tenerlo una novela?”). Y es que, como afirma un profesor en la novela, “El futuro de la literatura [...] está en la fragmentación, en la composición híbrida, en obras hechas de pequeñas obras que reniegan de un objetivo unidireccional para volar en mil y una direcciones”.
Pero la novela utiliza también procedimientos característicos de la “autoficción”: la presencia del autor en la trama con su nombre y apellidos, su deambular tomando notas por los mismos espacios por los que se mueven los personajes (lo que ocasiona que uno lo tome por un detective privado que su ex esposa le envía), la confesión de sus propósitos y de sus indecisiones, las noticias periodísticas reales (el matrimonio de homosexuales)... contribuyen a ajustar el perfil de la narración al definido por Cercas en Soldados de Salamina: “será como una novela. Solo que, en vez de ser todo mentira, todo es verdad”.
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