ORQUESTA DE DESAPARECIDOS
Francisco Javier
Irazoki
Madrid, Hiperión,
2015, 133 págs.
Perteneciente al grupo CLOC de escritores
surrealistas fundado en San Sebastián a fines de la década de los setenta,
Francisco Javier Irazoki (Lesaka, Navarra, 1954) reside en París desde 1993,
donde ha cursado estudios musicales (Armonía y Composición, História de la
Música…). Como escritor, sus primeros poemarios editados fueron Árgoma (Estella, 1980) y Cielos
segados (Universidad
del País Vasco; Leioa, 1992), que incluía los tres volúmenes de versos escritos
hasta esa fecha: Árgoma (1976-1980), Desiertos
para Hades (1982-1988)
y La miniatura
infinita (1989-1990).
Más tarde, Irazoki publicaría Notas del camino (Javier Arbilla Editor; Pamplona, 2002,
con fotografías de Antonio Arenal), el libro de poemas en prosa Los
hombres intermitentes (Hiperión;
Madrid, 2006), La nota rota (Hiperión; Madrid, 2009) y el libro de
poemas en verso Retrato de un hilo (Hiperión; Madrid, 2013). Durante
cuatro años (2009-2013) publicó su columna Radio París en El Cultural,
suplemento del diario El Mundo.
Actualmente es crítico de poesía en dicho medio de comunicación.
Ahora, la editorial madrileña Hiperión publica Orquesta de desaparecidos, un conjunto de composiciones en prosa en la estela de una obra anterior, Los hombres intermitentes. El conjunto "traza -en palabras de Fernando Aramburu- entre la narración, la poesía y el generoso compromiso moral una definición de sí mismo y de su época, todo ello envuelto en la prosa esmeradamente cincelada que caracteriza su estilo". Reproducimos uno de los textos.
Ahora, la editorial madrileña Hiperión publica Orquesta de desaparecidos, un conjunto de composiciones en prosa en la estela de una obra anterior, Los hombres intermitentes. El conjunto "traza -en palabras de Fernando Aramburu- entre la narración, la poesía y el generoso compromiso moral una definición de sí mismo y de su época, todo ello envuelto en la prosa esmeradamente cincelada que caracteriza su estilo". Reproducimos uno de los textos.
BANDADA DE TIJERAS
Fue a finales de
los años cincuenta del siglo XX. Mi hermana, en medio de un paisaje verde,
lloraba mientras recorría un camino de tierra. Enseguida me describió las
burlas padecidas en el colegio. Ella se expresaba en el euskera que nuestros
padres nos enseñaron, y sus compañeros se reían. Persona enérgica frente a las
humillaciones, no tardó en preparar una estrategia. Para que yo, más joven y
menos valiente, no sufriera, me hizo aprender sin ira el castellano y sentí que
con cada nueva palabra recibía un escudo. Así construí el muro detrás del cual
Jorge Luis Borges, César Vallejo o Luis Cernuda me regalaron libertades.
Comprendí que aquel refugio significaba igualmente una apertura.
Al poco tiempo, la
democracia trajo deseos justos de recuperar los idiomas apartados por el
franquismo. Como la intransigencia suele aprovechar bien los entusiasmos
repentinos, entre algunos supuestos protectores del euskera no faltaron las
desmesuras. Tachar los letreros viales escritos en español fue una de sus
tristezas culturales preferidas. Con palabras borradas cerraron las mentes. Su
desafecto hacia otras lenguas era la prueba de la insinceridad con que
defendían la propia; vi que usaban esta aventura para llenar el vacío íntimo.
Nos lo tomamos con paciencia. Al cumplir años he perdido convicciones. Una de
ellas sigue conmigo y sé que va a acompañarme hasta los últimos días: quien ama
un idioma ama todos los idiomas.
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