MUERTE
Y AMAPOLAS EN ALEXANDRA AVENUE
Eduardo
Moga
Madrid,
Vaso Roto Ediciones, 2017, 131 págs.
Licenciado en Derecho y licenciado y doctor
en Filología Hispánica por la Universidad de Barcelona, Eduardo Moga (Barcelona, 1962), es autor, como poeta (ha cultivado también
géneros como el ensayo literario, la crítica o el libro de viajes) de los poemarios
Ángel mortal (1994), La luz oída («Premio
Adonáis», 1996), El barro en la mirada (1998),
Unánime fuego (1999; 2ª edición, 2007), El
corazón, la nada (1999), La montaña hendida (2002),
Las horas y los labios (2003), Soliloquio
para dos (2006), Los haikús del tren (2007),
Cuerpo sin mí (2007), Seis sextinas soeces (2008),
Bajo la piel, los días (2010), El
desierto verde (2011; 2ª edición, 2012), Insumisión (premio
al mejor poemario del año de la revista Quimera,
2013; Latino Book Award,
EE. UU., 2014), Décimas de fiebre (2014)
y Dices (2014). Este mismo año publica una selección de
sus textos en Amargord Ediciones, con prólogo de Jordi Doce, El
corazón, la nada (Antología poética 1994-2014).
Ahora, la editorial madrileña Vaso Roto publica Muerte y amapolas en Alexandra Avenue, que agrupa las
composiciones, en verso y en prosa, en cinco apartados: “Correspondencias”,
“Estampas del exilio”, “Clamor cuchillo” y “Otros exilios”, bloque que incluye
cinco poemas en prosa inspirados por otros tantos escritores exiliados en Gran
Bretaña (José María Blanco White, Pedro Garfias, Luis Cernuda, Arturo Barea y
Jesús Alviz).
Reproducimos un fragmento de la tercera
composición del libro que, como las demás del primer bloque, se compone de un
extenso poema en verso libre y de una estampa en prosa sobre el mismo motivo;
en nuestro caso, el de la multitud inundando por completo las calles y los
locales públicos de Londres, contemplada desde la mirada del exiliado (el
motivo que atraviesa todos los bloques del poemario: el extrañamiento, la
soledad, el desarraigo). En este “enjambre” de seres solitarios, el observador,
contempla (o imagina) a gentes a quienes definen sus carencias, que conforman
un universo humano especular (y, por tanto, similar) al mundo subterráneo de
las ratas, en donde todas las asociaciones metafóricas son envilecedoras, desde
el primer símil del observador como un “grajo” ensimismado en su graznido
(personas que conversan en distintos idiomas, poetas que escriben novelas,
trajes deshabitados, gentes que se golpean a sí mismas, que ignoran la
inocencia…) para describir un entorno ajeno y adusto del que se siente
excluido.
Multitudes
I
[Fragmento]
En
el espejo que soy
este
fragor se vuelve silencio.
Es
el ruido de un fuego con muchos brazos,
de
ojos engarzados en una cadencia medusina
pero
indiferente,
de
sexos y espíritus y columnas vertebrales
que
comparten lo informe del enjambre,
la
trepidación ilimitada
de
cuanto carece de cuerpo, pero se aúna,
se
endurece,
y
me insta a respirar.
Abrazo
este asfalto
que
me expulsa: me sumo a él como el grajo
se
entrega a su graznido.
Y
abrazo a quienes lo pisan
como
si espesamente levitaran,
o
como si no aplastasen otra uva
que
los racimos inalcanzables de los muertos.
El
que pasa hablando en francés con otro que habla un idioma incomprensible.
El
mendigo cuya única elevación es la cabeza que se alza sobre el suelo
para pedir educadamente una moneda.
El
carnicero que corta la carne como si cortara un río.
El
taxista que se enamora de un pasajero tuerto.
El
que arroja piedras al recuerdo y descalabra la nada.
El
que golpea y nunca yerra el golpe: da en sí.
El
que amenaza con estrangular un gorrión con la corbata.
El
que pisa creyendo que ha subido un peldaño al cielo y no oye mi reniego
porque nunca oye nada.
El
que escala montañas, porque las montañas tienen sed.
El
poeta que escribe novelas.
El
novelista cuyo principal desafío es seguir escribiendo
sin saber si lo que lleva escrito es
una mierda.
El
que no habla inglés y aún espera que amanezca cada día.
El
que se asombra de que exista la inocencia.
El
que acapara [bibliotecas y humillaciones.
El
que solo escucha la ferocidad fluvial del tiempo, el ensañamiento
maquinal de su pasar.
El
policía que languidece bajo un casco de piedra.
El
saltimbanqui que toma prozac.
El traje que pasa sin hombre.
La
familia de campo abrumada por la grandeza de los edificios y lo incomprensible
de los símbolos.
Las
ratas que corren por debajo de donde pisamos.
(Las
ratas han construido una ciudad especular, en la que se desdoblan
nuestros
chillidos y nuestras enfermedades. Pero las ratas
también
somos nosotros, que sobrevolamos
esa
ciudad).
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