EL CONTADOR DE GOTAS
Francisco Javier Irazoki
Madrid, Hiperión, 2019, 113 págs.
Francisco Javier Irazoki (Lesaka,
Navarra, 1954) fue periodista musical en Madrid, en donde colaboró en revistas
como Disco Express (bajo la dirección de Erwin Mauch) y El
Musiquero (dirigida por José María Iñigo). Formó parte de CLOC, grupo
de escritores surrealistas. Desde 1993 reside en París, donde ha cursado
estudios musicales: Armonía y Composición, Historia de la Música, etc.
Como escritor, sus primeros poemarios
editados fueron Árgoma (Estella, 1980) y Cielos
segados (Universidad del País Vasco; Leioa, 1992), que incluía los
tres volúmenes de versos escritos hasta esa fecha: Árgoma (1976-1980), Desiertos
para Hades (1982-1988) y La miniatura infinita (1989-1990).
Más tarde, Irazoki publicaría Notas del camino (Javier Arbilla
Editor; Pamplona, 2002, con fotografías de Antonio Arenal), el libro de poemas
en prosa Los hombres intermitentes (Hiperión; Madrid, 2006) y,
recientemente, La nota rota (Hiperión; Madrid, 2009),
cincuenta semblanzas de músicos de épocas muy variadas, desde el Renacimiento y
el Barroco hasta los mejores creadores e intérpretes del jazz. A estos títulos
siguieron el poemario Retrato de un hilo (2013) y los libros
de poemas en prosa Orquesta de desaparecidos (2015) y Ciento noventa espejos
(2017), ambos aparecidos en la editorial Hiperión. Durante cuatro años escribió
su columna Radio París en El Cultural, suplemento del diario El mundo, donde en la actualidad es
crítico de poesía.
Por afinidades temáticas y formales, El contador de gotas, que
ahora publica la editorial Hiperión,
forma parte del grupo o bloque de los dos libros anteriores. Les une la
elección del mismo subgénero lírico (el poema en prosa de extensión reducida) y
la naturaleza de los motivos que lleva al territorio de estos cuarenta y cuatro
textos: los recuerdos infantiles y juveniles, sin desarrollo narrativo, los
paisajes urbanos de la ciudad de París, las estampas de los marginados
(inmigrantes del sur en el País Vasco, gitanos rechazados en todas partes,
exiliados del este de Europa en París, creadores (poetas malditos, músicos en
las estaciones de metro…) no reconocidos en su época o perseguidos por el poder
(como sucede en “Casas libres”: Ósip Mandelstam, Anna Ajmátova y Varlam
Shalámov, acosados por los comunistas). Una mirada solidaria, profundamente
ética, marca estas evocaciones que en ocasiones se dirigen al propio “yo” y en
ocasiones salen al exterior para “narrar” la persecución, el desarraigo, la soledad
y el terror de los otros. Formalmente, sobresale una expresión pulcra y
contenida, con una marcada tendencia a la yuxtaposición de impresiones sin
nexos subordinantes (muchos de los poemas permitirían su reproducción en verso
libre) y una expresión metafórica que alcanza, con frecuencia, a los títulos: “Las
aduanas” (el lugar del mestizaje cultural), “Soledad transhumante” (aventura
del exiliado), “Espejos que pedalean” (ciclistas), “La belleza expulsada” (los
gitanos), “Casas libres” (lugares de reunión de los disidentes)…
Reproducimos una de estas composiciones en que puede apreciarse una de
esas identificaciones metafóricas expresas ya desde el título.
UN POETA ATADO
El zorro es mi poeta maldito.
Mi niñez lo contempla colgado de una tranca. Me detengo frente a su
pelaje rojizo, sus pies negros y su astucia inmóvil. Un cazador lo transporta
sobre los hombros y recibe treinta monedas en las casa de los campesinos.
De noche, el zorro ha merodeado las viviendas de los adultos y las
pesadillas de los niños. En los sueños infantiles, su boca muerde roedores,
topos y animales de corral o gotea jugos de frutas. Su hocico olisquea miedos.
Su poema está creado lejos del grupo. No imita al perro sumiso ni al
lobo gregario. Cruza sin compañía externa los hayedos, robledales y desmontes.
Su manada es interior y la prudencia con oído de músico dirige su jerarquía.
Leo las líneas de una silueta nocturna con grito humano. El zorro camina
atado a su soledad omnívora. [pp.18-19].
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