DESLICES
Y DISLATES
Aliquando bonus dormitat Homerus:
“Incluso el buen Homero duerme a veces” aseguraban los comentaristas clásicos
cuando encontraban un error en sus obras
(básicamente, cuando hacía combatir a un guerrero cuya muerte había
narrado en un canto anterior). Este capítulo contiene un repertorio de dislates
poéticos de naturaleza dispar: empeños frustrados, malvadas erratas,
disparates léxicos. Pues si bien es
cierto que los poetas son los escritores que suelen llevar al límite expresivo
todas las potencialidades que una lengua tiene inseminadas, también lo es que
el poema no tolera errores (que la prosa hace menos visibles: baste pensar en
los numerosísimos despistes cervantinos en el Quijote que no merman un
ápice de su valor como obra fundacional). Entre ellos, no consideraremos,
naturalmente, las “afirmaciones falsas”, pues, en realidad, el escritor
comparece en el poema como actor, por lo que la voz poética que habla en él
pertenece también a la ficción, y así Francisco de Quevedo puede empezar un soneto
diciendo “Hijos que me heredáis ...”, cuando sabemos que murió sin descendencia
(su único heredero fue un sobrino, Pedro de Alderete, que le correspondió
editando pésimamente su obra). Hay, sin embargo, otros casos, en que ninguna
explicación puede enderezar el entuerto.
En un apartado titulado “Tontología” de la
revista Carmen que Gerardo Diego dirigía durante los años veinte, el
poeta santanderino incluyó una desafortunada cuarteta de uno de los más grandes
poetas del siglo XX, don Antonio Machado (“Ni vale nada el fruto / cogido sin
sazón, / ni aunque te elogie un bruto / ha de tener razón”). Todo esto es
cierto, pensaría Diego, pero con obviedades no se elabora un poema.
Uno de los más conocidos romances de García
Lorca es el que comienza “Las piquetas de los gallos / cavan buscando la
aurora”. En este par de versos, el poeta granadino homenajeaba al Poema de
Mio Cid, en que se describe el amanecer con un verso precioso (o preciso,
pues en poesía ambos adjetivos suelen ser sinónimos); “Apriessa cantan los
gallos e quieren crebar albores”. Lorca entendió que “gallos” era el sujeto
tanto del primer verbo como del segundo, de modo que los gallos, además de
cantar, rompían el amanecer (por eso los identificó con “piquetas que cavan”),
cuando, en realidad, el verso solo dice “cantan los gallos y está a punto de
romper la mañana”. Un caso curioso en que una lectura errónea está en el origen
de un arranque lírico brioso.
En una de sus más conocidas, y peores, rimas
de Gustavo Adolfo Bécquer, éste confiesa a la amada que “poesía eres tú”,
mientras “clavas en mi pupila tu pupila azul”, pero azul (o verde o marrón)
solo puede serlo el iris, la pupila siempre fue negra.
Dos conocidos escritores nos han dejado
memoria de cómo eran asediados por jóvenes en busca de un ansiado
apadrinamiento. Heine recibió dos poemas de un escritor novel para que le diera
su opinión. Él cogió uno, lo leyó, y afirmó rotundo: "No le quepa la menor
duda: el otro es mejor". Mark Twain, redactor de una revista literaria,
tuvo que leer una poesía muy mala enviada por un “espontáneo” y titulada “¿Por
qué vivo?”. La devolvió con una nota al pie: “Porque envió la poesía por correo
en lugar de entregármela personalmente”. En sus memorias (El cuento de nunca acabar, 2009), Medardo Fraile cuenta que por los
años cuarenta del pasado siglo un epigramista, Juan Pérez Creus, aconsejaba a Francisco
Loredo, un afamado especialista del oído, tras la publicación de su último
libro de versos: “Pon, Paco, a las musas coto. / Abandona la poesía / y
dedícate a la oto /rinolaringología”. También Pedro de Lorenzo fue víctima del
mismo epigramista burlón cuando publicó su tercera novela tomando para ello un
verso de Pedro Salinas, Tu dulce cuerpo
pensado (1947), una demorada y
premiosa incursión en el tema amoroso con una prosa poética sin apenas
desarrollo narrativo: “Tu dulce cuerpo pensado / una gran errata tiene. / Al participio
pasado / l está sobrando una ene”.
La presencia de erratas en los libros parece
una enfermedad irremediable (aunque no llegue al punto de un poemario del
mexicano Alfonso Reyes, del que un crítico afirmó: “Nuestro amigo Reyes acaba
de publicar un libro de erratas acompañado de algunos versos"). El asunto
ha llegado a ser objeto incluso de una monografía, Vituperio (y algún
elogio) de la errata (Renacimiento, 2002), de José Esteban, quien
confiesa cómo introdujo intencionadamente en un poema de Ramón de Garciasol
dedicado a la esposa dormida, repleto de amor y ternura, una mínima variante
que no solo destrozó el último verso (“Y Mariuca se duerme y yo me voy de putillas”),
sino que arruinó la composición entera. Pero hay más casos.
De cierto poeta chirle decían sus más
furibundos críticos que era tan malo que hasta las erratas mejoraban sus poemas.
No era una apreciación exagerada: en cierta ocasión escribió “conocía Arabia
palmo a palmo” (un verso correcto sin más); el impresor convirtió esta
afirmación anodina en un hallazgo poético: “conocía Arabia palmo a palma”, algo
que provocó un disgusto monumental en el buen hombre.
Pablo Neruda en Para nacer he nacido
recuerda que Altolaguirre, director de una revista y una editora con el mismo
nombre, “Litoral”, publicó a un versista
rimador cubano un libro de poemas, elegantemente impreso, con la siguiente
errata: donde debía decir "Yo siento un fuego atroz que me devora" el
impresor cambió radicalmente las preferencias eróticas del poeta al reproducir
"Yo siento un fuego atrás que me devora" (parece ser que el poeta
tiró todos los ejemplares al mar).
Hasta un poeta tan enfermizamente meticuloso
como Luis de Góngora acierta al describir al desdichado pretendiente de
Galatea, el cíclope Polifemo, cuando recuerda que “... un ojo ilustra el orbe
de su frente”, pero el gigantesco pastor parece olvidarse más delante de su
mitológica singularidad (“o derribados de los ojos míos”).
En una novela póstuma de Roberto Bolaño, 1999, el escritor chileno recoge de otra
obra (Museo de errores, de Maz
Sengen) algunos deslices divertidos: “La tripulación del buque tragado por las
olas estaba formada por veinticinco hombres, que dejaron centenares de viudas
condenadas a la miseria” (Gaston Leroux), “¡Vámonos”, dijo Peter buscando su
sombrero para enjugarse las lágrimas” (Zola), “El Duque apareció seguido de su
séquito, que iba delante” (Daudet), “Empiezo a ver mal, dijo la pobre ciega”
(Balzac), “Después de cortarle la cabeza, lo enterraron vivo" (Henri
Zvedan), “Tenía la mano fría como la de una serpiente” (Ponson du Terrail).
Nadie parece librarse de la devastadora
epidemia de errores y erratas, y sin embargo tampoco ellas han podido con la
fuerza expresiva de esta singularísima manera de comunicación humana en que las
palabras parecen, cuando las erratas lo permiten, recién creadas por el hombre:
“Dale al aspa, molino, / hasta nevar el trigo...”.
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