Imágenes
Pasa estos días de julio en Valdecerillos,
la casa de sus abuelos maternos. Ha sacado una tumbona a la terraza de pizarra
frente a la fachada de la vivienda y mientras vigila el riego de los aspersores
continúa la lectura de una novela recién aparecida, Mañana sin falta, de Justo Vila, que traza la andadura de una familia
zarandeada por la historia, por la tiranía del poder político y las acechanzas
depredadoras de los poderes económicos. En una torre que acaba de comprar suena
Camarón de la isla y su Leyenda del
tiempo: “yo no sé quién soy / ni lo pretendiera”, una respuesta a una
pregunta que él no suele hacerse.
Recuerda entonces el comentario de Rafael
Sánchez Ferlosio a la máxima o aforismo “Conócete a ti mismo” atribuida a
Heráclito (y a Quilón de Esparta, Sócrates, Pitágoras…): “Sí, hombre, como si
no hubiese cosas más interesantes que conocer”. Piensa que él está más próximo
a este lema, que tal vez baste un somero conocimiento de uno mismo, como si su
vida respondiera a la encarnación de un gesto. Pero, ¿puede reducirse una vida
humana a un ademán, a un gesto escultórico detenido en el tiempo, como
Nietzsche abrazando al caballo castigado por su dueño, como Rosa Parks
negándose a ceder su asiento a un hombre blanco en un tranvía de Montgomery?
Si piensa en su abuelo paterno, ese gesto
sería un puño levantado hacia el cielo y un grito: “¡Deus, Deus!” (es una
luminosa madrugada de abril, sin una sola nube en el cielo, y la sequía está
arruinando la cosecha). De su abuela materna, enferma de Parkinson, también
recuerda un gesto de sus manos: tiene asida una taza de loza con solo un poco
de café en el fondo y a pesar de eso vierte parte de su contenido. Dice de sí
misma con una sonrisa que tiene los ojos del color das coves (son intensamente azules) y que su hijo Angelito nació
por el tiempo de los membrillos. De su abuela materna le han referido su
espíritu de lucha y de resistencia cuando, tras perder a su marido, tuvo que
sacar adelante a tres hijos pequeños y atender un patrimonio que por aquel
tiempo gestionaban los hombres. De su madre, tiene un recuerdo infantil que
ella le ha contado en varias ocasiones. Cuando la familia fue evacuada de la
campiña en el verano del 36, su madre llora acariciando a la gata diciéndole:
“Penda, penda, tu é a que pagas, que venhen os fascistas e máten-te” (y
entonces su madre la reprendía: “los fascistas no matan gatos”). A su abuelo
Simón no llegó a conocerlo: murió en 1944, a los cincuenta años, once de nacer
él.
¿Y su padre? ¿A qué gesto quedaría asociado?
Su
madre y su hermana conservan numerosas fotografías familiares, vídeos e incluso
grabaciones con su voz. De todos estos documentos, los más valiosos son, claro,
los más antiguos: viejas fotografías en blanco y negro de su padre en la cama
de un hospital con el brazo derecho escayolado apoyado en la rodilla (en unos
ejercicios militares reventó el proyectil de un obús y recibió una herida en el
brazo derecho que le fue compensada con una visita de sus jefes al hospital y
un mes de permiso), con su madre el día de la boda, al frente de la comitiva de
invitados, vestido vagamente de gaucho en un ambiente de feria, con el abuelo y
todos sus hermanos, con toda la familia en el patio de casa…
Pero junto a estos documentos conservados en
distintos soportes (papel, cintas de audio y de vídeo) él también guarda un
pequeño álbum de imágenes que captan instantes congelados en el tiempo y que
vivirán con él hasta que la muerte o una inhumana enfermedad le borre la
memoria. He aquí algunas:
En una tarde calma, junto a un montón de
trigo, su padre se apoya con los antebrazos en el filo de una pala de madera y
silba mirando al sol de poniente llamando al viento; esto es, imitando su
sonido, mientras dice: “Esto ya lo hacían los antiguos”. Expresiones suyas,
muy repetidas eran “¡Malagueña, malagueña!” para expresar contrariedad (cuando
una tuerca, por ejemplo, se resistía a una llave inglesa), “esto es una
república” ante cualquier desorganización (el DEL aún conserva para la palabra
“república” en su sexta acepción el significado de “lugar donde reina el
desorden”) o enunciados que él interpretaba a duras penas por el contexto: “Por
esa barrera, suay, suay”. Mucho más tarde encontró esta expresión en un libro, El desastre de Annual, de Ricardo
Fernández de la Reguera con el significado “despacio, despacio” (una palabra
magrebí que debió entrar con los soldados españoles enviados al Rif).
A veces proponía las adivinanzas que
recordaba de su juventud: “-¿Dónde vas, pastor de las veinte ovejas? “Veinte,
no; con estas, otras tantas como estas y la mitad de estas irían veinte”. Le agradaba
repetir el estribillo de un cuento en que un español lleva en una mula una
banasta llena de ratas y anuncia la mercancía por las calles de Lisboa: “Ratos,
ratas, brancos, pretas, maritetas, pardas, lombardas, canas, galanas, de todas
as maneras que o senhor as quera”. Era muy amigo de repetir sus sentencias
preferidas, unas morales, “hay que dejar
un buen barbecho”, “para que te crean hay que tener la liebre cogida por las
orejas”, “hasta un grillo se escucha”, “hay que hacer las cosas con jeito”, otras pragmáticas: “por mucho
trigo nunca es mal año”, otras humorísticas: “la labor no quiere miserias (y
estaba labrando con un cuerno al que había uncido una collera de gatos)”, “en
casa no debe haber ni vieja ni candil, la vieja por lo que gruñe y el candil
por lo que gasta”. Próximas a ellas, se encontraban los refranes: “más vale una traspuesta que dos asomás”, “paso de
buey, ojo de lince, diente de lobo y hacerse el bobo”, “el día de Santa
Catalina sube el aceite a la oliva”, “casa en la que vivas, viña de
la que bebas, y tierras cuantas veas y puedas”, “cuando las palomas torcaces vuelan
bajas agua segura”, pero señal más cierta, añadía socarrón, es cuando le sudan
los cuernos a las vacas.
Al amanecer lo llamaba diciendo: “levántate, rapaz, que
uno por mucho madrugar se encontró un costal” (la respuesta correcta era: “más
madrugó el que lo perdió”). Tarareaba con picardía, que él no podía captar, una
quadra portuguesa: “A otra noite sonhei eu / con a minha prima Teresa /
y à manha cuando acordei / ainda tinha a vela acesa” y en cierta ocasión, tras
un agotador día de caza, cansados y sin una sola pieza, su padre invita a su
madre exhausta: “Siéntate aquí, prenda mía, / tú en una piedra y yo en otra, / a
contar nuestras desgracias, / que nuestra fortuna es poca”.
Hay un rasgo que comparten con frecuencia
las manifestaciones literarias culta y popular consistente en eludir el objeto
o la noción que pretenden comunicar para dejar la tarea de desvelarla al
lector. En las adivinanzas populares esa palabra oculta es la solución; es
decir, el corazón del poemilla, de modo que la cebolla se esconde tras su
propia definición: "En el campo me crié, / atada con verdes lazos, / y aquel que llora por mí / me está partiendo en pedazos".
En la literatura culta, los escritores alcanzan resultados que parecen opuestos, pero el mecanismo es similar, de modo que Miguel Hernández, al describir una palmera, puede ocultarla de este modo: "Resuelta en claustro, viento esbelto pace, / oasis de beldad a toda vela /con gargantillas de oro en la garganta”. Por caminos distintos han llegado a una misma intuición: el poder de una noción oculta, de una palabra que deba revelar el lector, es superior al de una palabra expresa, algo que Borges llamó “la fuerza poderosa de lo innombrado”. Precisamente, en un relato del escritor argentino (“El jardín de los senderos que se bifurcan”), un personaje, Stephen Albert, pregunta a un desconocido que lo visita (y lo asesinará): “En una adivinanza cuyo tema es el ajedrez, ¿cuál es la única palabra prohibida?’. El visitante reflexionó un momento y repuso: ‘La palabra ajedrez”.
En la literatura culta, los escritores alcanzan resultados que parecen opuestos, pero el mecanismo es similar, de modo que Miguel Hernández, al describir una palmera, puede ocultarla de este modo: "Resuelta en claustro, viento esbelto pace, / oasis de beldad a toda vela /con gargantillas de oro en la garganta”. Por caminos distintos han llegado a una misma intuición: el poder de una noción oculta, de una palabra que deba revelar el lector, es superior al de una palabra expresa, algo que Borges llamó “la fuerza poderosa de lo innombrado”. Precisamente, en un relato del escritor argentino (“El jardín de los senderos que se bifurcan”), un personaje, Stephen Albert, pregunta a un desconocido que lo visita (y lo asesinará): “En una adivinanza cuyo tema es el ajedrez, ¿cuál es la única palabra prohibida?’. El visitante reflexionó un momento y repuso: ‘La palabra ajedrez”.
También
él he dejado entre líneas esa “voluntaria omisión” convencido de que si esa
palabra, que no aparece escrita por él en ninguna de las páginas de este libro,
no es desvelada por el lector de nada servirá que la exprese construyendo con
ella un triste lugar común. Así las cosas, quiere cerrar esta entrada con una
cita que ya ha usado en alguna otra ocasión, porque, entre otras razones,
tampoco contiene esa palabra. Pertenece a José Moreno Villa, quien la utilizó
para definir la personalidad de otro extremeño, Enrique Díez-Canedo, y que,
creo, bien puede definir asimismo la trayectoria de su padre: “Fue jovial,
animoso y poeta, jugó limpio, vivió en impecable lealtad y ponderación, no dejó
un solo enemigo”.
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