PROSPECT PARK
Diarios, 2014-2015
Sevilla, Editorial Renacimiento, Biblioteca de la Memoria, 2019, 241
págs.
Nacido en Toledo en 1948, Hilario Barrero
vive en Nueva York desde 1978, en cuya universidad se doctoró con una tesis
sobre Félix Urabayen y en donde hasta su reciente jubilación ha dado clases de
lengua y literatura españolas. Autor de los libros de poemas In tempori
belli (1999, premio de poesía “Gastón Baquero”), Agua y Humo (Cuadernos de Humo, 2010), Libro de familia (Cáceres, 2011), Tinta china (Cylea Ediciones, 2014) y Eduación nocturna (Renacimiento, 2017) ha publicado hasta ahora los
diarios Las estaciones del día (2003), De amores y temores (2005)
y Días de Brooklyn (2007), todos ellos en la editorial asturiana Llibros
del pexe. Más tarde aparecieron Dirección Brooklyn (Universos, 2009), Brooklyn en blanco y negro (Mieres, 2009), NuevaYork a diario (Impronta, 2013) y De Prospect Park a Zocodover (Nueva York, Cuadernos de Humo, 2015) y Diarios (La isla de Siltolá, 2015).
Pero Hilario Barrero es autor asimismo de
traducciones de autores como Jane Kenyon (Otherwise.The
poetry of Jane Kenyon, Pre-textos, 2007), Ted Kooser (Delights and Shadows (Pre-textos, 2009), Henry James (El amante de Italia, Grand Tour, 2009),
ademas de editor de una antología bilingüe de autores ingleses y americanos
titulada Lengua de madera. Antología de poesía breve en inglés (La isla de Siltolá, 2011) y de La esperanza es una cosa con alas, de Emily Dickinson (2017), Luces y sombras y otros poemas de Nueva York, de Sara Teasdale (2018) y A quien pueda interesar. Antología de poesía
en inglés (2018). En la actualidad, dirige la revista Cuadernos de humo.
Ahora,
la editorial sevillana Renacimiento publica su último diario, Pospect Park, que recoge entradas de los
años 2014 y 2015. Como en diarios anteriores, acompañamos en estas páginas al
escritor en su vida cotidiana en la gran ciudad, como profesor universitario
que está a punto de despedirse de su tarea docente, como hombre que se ve
empujado al declive de la vejez, que vive el presente acompañado por los
recuerdos de su niñez toledana. Si al modo de Jorge Guillén, distinguiéramos en
las entradas entre las “fuerzas positivas” y el “coro”, entre las primeras
habría que incluir los paseos por calles y parques, la asistencia a
exposiciones y conciertos, la reflexión sobre la propia creación litería, sobre
los entresijos de la traducción, la contemplación de los paisajes urbanos de la
ciudad en las distintas estaciones del año (las vastas nevadas, el frío
intensísimo, la defoliación otoñal de los parques…), la amistad, las relaciones
laborales (no todas amistosas), el amor como un refugio fiel, los recuerdos de
su niñez y su adolescencia en Toledo (la belleza de la liturgia de las
festividades religiosas y los amargos recuerdos de una educación coercitiva en
una ciudad que acunó su niñez pero, a la vez, acabaría expulsándolo), los
viajes a España (Toledo, Gijón, Oviedo)… Al “coro” pertenecen el abandono
obligado de sus libros, los numerosos fallecimientos de amigos y seres
queridos, las revisiones médicas periódicas y la amenaza cierta de la vejez,
convertida en motivo de numerosas entradas: “Un viejo está hecho de enlaces, un
viejo tiene faltas de ortografía en la razón, sangres mezcladas, camisas llenas
de arrugas y un olor a leche cortada y agria. Ser viejo es ir hacia el abismo,
hundirse en las tinieblas, dejar de oír los cantos de sirenas, saberse
invisible, cristal empañado de una niebla espesa y grasienta”.
“Escribir un diario -afirma el escritor- es formular la existencia
humana en términos literarios porque la vida es el cuento de nunca acabar”. Los
de Hilario Barrero nos entregan, una vez más, una imagen ya familiar para sus
lectores, la de un hombre movido por los más nobles impulsos, protagonista de
una vida de hábitos reiterados, pero en modo alguno repetitiva: “en Hilario
Barrero todos los caminos llevan al asombro y a la melancolía como en Brooklyn
todos los caminos llevan a Prospect Park. Hilario Barrero es un caminante con
los ojos muy abiertos hacia adentro y hacia afuera. Nada escapa a su curiosidad
y por eso nunca deja de sorprendernos y nunca nos cansamos de leerle” (García
Martín, J. L. Nota de contraportada). Su
prosa, desde las primeras entregas, ha ido refinándose hasta el punto de
que sus textos permitirían en ocasiones su reproducción en verso (“La nieve,
como un sastre aplicado, ha trazado con el jaboncillo blanco, en las junturas
de las aceras, delicados pespuntes que la tijera del sol, en su momento,
convertirá en agua”, p. 14); en otras se aproxima al perfil de las greguerías: “Las
lágrimas de la lluvia se columpian en el pañuelo del alambre bordando iniciales
líquidas”. Reproducimos la entrada correspondiente al 31 de mayo de 2015.
DOMINGO, 31. Según habían
anunciado a las seis, con puntualidad real, unas nubes comienzan a envolver la
vista de Manhattan. Avanzan lentas y va cayendo un telón de acero que cubre las
antenas de los altos edificios, cruza los puentes, camina entre avenidas, pone
visillos a miles de ventanas y, de pronto, la ciudad desaparece. Caen las
primeras gotas. Comienza a oler a tierra mojada y las primeras sirenas de
ambulancias y bomberos chillan a través de la lluvia. Pasa gente corriendo, un
arroyo de agua sucia baja atropellado hasta el desagüe que está atascado de
ramas y cartones. Crece un charco que cubre la calle. Los truenos se repiten y
la oscuridad hace que la tarde sea noche. Huele el aire a incienso. El vendaval empuja la lluvia como si fuera una bandada de pájaros. De pronto, a lo
lejos, tímidamente, aparece una luz como de hojalata, metálica y casi de Sorolla.
La oscuridad se evapora y la lluvia descansa. La calle vuelve a llenarse de
ruido. El charco de agua negra y sucia desaparece tragado por el drenaje de la
calle. Se oyen lejanos, como el ronroneo de un enorme gato, los truenos. Uno
que ha estado acompañando la tormenta desde la terraza, entra a la casa con la
mirada llena de lluvia y un temblor de sombra mojada. Nota que las secas hojas
de eucalipto cargadas de polvo y de tiempo, que duermen en un florero de
cristal azul, desprenden un perfume como si hubieran sido recién cortadas. La
fuerza de la lluvia les ha dado, momentáneamente, vida. Huele la casa a soledad
boscosa. Comienza el acero a deshacerse y deja ver, a lo lejos, la armadura
gris de Manhattan” [pp. 175-176].
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