LA MUERTE DEL PINFLÓI
Juan
Ramón Santos
Tenerife, Ed. Baile del Sol, 2022, 194 págs.
Licenciado
en Derecho y en Ciencias Políticas, Juan Ramón Santos (Plasencia, 1975) trabaja como gestor cultural en su ciudad,
donde coordina con Nicanor Gil el Aula de Literatura "José Antonio Gabriel
y Galán". Entre 2015 y 2019 fue presidente de la Asociación de Escritores Extremeños. Es autor de los libros Cortometrajes
y Cuaderno escolar, con los quedó
finalista del Premio Setenil al mejor libro de relatos publicado en España en
sus ediciones de 2005 y 2009, así como de El
círculo de Viena, Palabras menores
y Perder el tiempo, también de
cuentos. Ha publicado, además, las novelas Biblia
apócrifa de Aracia, El tesoro de la Isla, El verano del Endocrino
(con la que, bajo el título de Fuera de
órbita, quedó finalista del Premio Nadal en 2018), y El síndrome de Diógenes, Premio Felipe Trigo en la modalidad de
narración corta en 2019, así como dos libros de poemas, Cicerone y Aire de familia.
En 2021 ganó el XXIX Premio Edebé de Literatura Infantil con el libro El Club de las Cuatro Emes. Ha traducido
del portugués las novelas Lo invisible,
de Rui Lage, y Las primeras cosas, de
Bruno Vieira Amaral, y la obra de teatro El
testimonio de Alabad, de Nuno Pino Custódio. Mantiene una sección dedicada
a la reseña y recomendación de libros en la web www.planvex.es bajo el título
"Con VE de libro".
Emparentada temática y formalmente con narraciones anteriores, La muerte del Pinflói, que ahora publica la editorial tinerfeña Baile del sol, inicia su trama con la aparición junto al pantano del río Cárdeno del cuerpo de un hombre de Labriegos (Paulino, conocido por todos con el apodo de Pinflói) sin aparentes muestras de violencia. A partir de este episodio, la novela se adosa intencionadamente a la estructura de la novela policial, un género mayoritariamente urbano que en este caso se localiza en una “geografía de autor” familiar para cualquier lector del escritor, Aracia, Labriegos, Pomares, Aldeacárdena, el río Cárdeno… , tan familiares como algunos de los principales personajes de esta narración, el maestro Constante (narrador una vez más de la historia), el Endocrino, Jero…, que habían aparecido en una novela anterior, El verano del Endocrino (en que el protagonista desvela algunos episodios enigmáticos sucedidos en el pueblo, como si en ellos radicara el germen de esta novela). Se suceden episodios tomados del género elegido como modelo: el Endocrino y Constante aceptan el encargo de la madre de Paulino para que descubran quién lo ha asesinado, se enfrentan al rechazo del sargento Blázquez aferrado a la expeditiva teoría de que ha muerto de un infarto o de que se ha suicidado (y no hay nada que investigar), buscan pistas en donde apareció el cuerpo, interrogan a familiares y conocidos, se aproximan a los entornos degradados en los que vivió el personaje (drogadictos que deambulan por los arrabales más degradados de Pomares) hasta ir reconstruyendo durante dos semanas de primavera los últimos momentos de la vida de un buen muchacho pervertido por malas compañías (como cree su madre), de “un infeliz y un desgraciado” (según cree su hermano Román) o un pobre ingenuo hundido en el turbio mundo de la cultura del rock y del consumo de estupefacientes. Porque frente al enigma propio del género (¿Cómo murió?) va aflorando de modo progresivo otra incógnita (¿quién fue?). Y es que sobre el andamiaje estructural de una narración policial (al fin, una muestra más de una novela lúdica) nos encontramos ante una novela existencial centrada en la enigmática naturaleza de la condición humana, pues ese pobre diablo (muerto de una sobredosis, de un infarto o por un ajuste de cuentas) está condenado (como todos nosotros) a convertirse en un “relato” de versiones vagas y contradictorias durante un corto periodo de tiempo antes de ser engullido por un olvido definitivo. Reproducimos un fragmento en que se una de las variantes de de la deriva vital del Pinflói, la que da el maestro de escuela.
“Al llegar
abrimos dos cervezas, nos acomodamos en el sofá y lo primero que le conté fue
que una vez a alguien se le ocurrió decir que el Pinflói había nacido en
Melilla y no en Labriegos, y que, aunque lo había dicho en broma, en realidad
no le había faltado razón, pues hasta ese momento, hasta que el Estado se
acordó de que existía y lo llamó a filas, el Pinflói no había sido más que
Paulino, un muchacho difícil de distinguir de los muchos otros muchachos que,
en aquellos años, que todavía eran de esplendor —tiempos de agricultura, en los
que el campo aún era el campo y en los que se estaba construyendo la
prometedora presa sobre el Cárdeno—, pululábamos por Labriegos, un muchacho de
liga, de garulla, de chato de vino peleón a escondidas el día de San Antonio, y
luego, más adelante, cuando empezaban a brotarnos los granos y la pelusa del
bigote, de baile agarrado por la tarde en la verbena y paja fugaz por la noche
en la era, después de arrimarse sin disimulo a las muchachas en la plaza, un
muchacho, en definitiva, sin atributos, sin ningún signo distintivo, que se
marchó a África a hacer la mili y volvió no me atrevería yo a decir que hecho
un hombre, pero sí con nombre propio, el de Pinflói, incluso con una cierta
personalidad, por más que fuese una especie de personalidad en negativo,
construida casi por omisión, a fuerza de no querer ser nada ni hacer nada, un
muchacho que volvió para siempre ido, absorto, estupefacto de tanto y tanto
abusar de estupefacientes, un chaval, en definitiva, que no regresó nunca del
todo, permaneciendo para los restos en un mundo no sé si de sexo, pero sí al
menos de drogas y rock & roll”. [pp. 17-18].
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