EL VERANO DEL ENDOCRINO
Juan Ramón Santos
Tenerife, Baile del Sol, 2018, 219 págs.
Nacido en Plasencia en 1975, Juan Ramón Santos es Licenciado en Derecho y en Ciencias
Políticas y autor de novelas, relatos y libros de poesía. Fue Fundador de la Asociación Cultural Alcancía, de Plasencia, y desde 2005 coordina
con Nicanor Gil el Aula de Literatura “José Antonio Gabriel y Galán”. Desde
2015 ocupa la presidencia de de
la Asociación de Escritores Extremeños y es, asimismo, el Coordinador de las
Aulas literarias de la región. Como escritor, se dio a conocer con una
compilación de textos breves titulada Cortometrajes
(Mérida, Editora Regional, 2004), al que siguieron El círculo de Viena (Gijón, Llibros de Pexe, 2005), Cuaderno escolar (Mérida, Editora
Regional, 2009), Palabras menores
(Mérida, De la Luna libros, 2011) y Perder el tiempo (Mérida, De la Luna libros, 2017), además de colaborar en libros
colectivos como Relatos relámpago
(2007) y Por favor, sea breve (2009).
Como poeta, ha publicado Cicerone (De
la Luna libros, 2014) y Aire de familia
(Sevilla, La isla de Siltolá, 2016). Asimismo, es autor de dos novelas: Biblia apócrifa de Aracia (Badajoz,
Libros del Oeste, 2010) y El tesoro de la isla (De la Luna libros, 2015).
Ahora, la
editorial tinerfeña Baile del Sol publica su tercera novela, El verano del
Endocrino, cuya trama se sitúa en un territorio por el que nos habíamos
movido en novelas anteriores: Labriegos y el embalse del Cárdeno, Pomares,
Aldeacárdena, Ochavia… y ciertos personajes proceden asimismo de Biblia apócrifa de Aracia y de El tesoro de la isla: el maestro de
escuela, Constante, que ahora es el narrador de la historia, el zapatero
Trancón…, contribuyendo así a la erección de un universo propio y familiar. Pero,
como en los títulos citados, también es un espacio impregnado de literatura con
constantes referencias y guiños a otros autores y a otras obras. Ya desde las
primeras páginas la trama se aproxima al arranque de varias novelas de Gonzalo Hidalgo Bayal (un forastero llega a una aldea o una ciudad), especialmente con uno sus
títulos, Paradoja del interventor.
Las similitudes son tantas que no pueden leerse sino como un homenaje: ambos
personajes son forasteros que “caen” de repente en un entorno urbano en el que
nadie (ni siquiera el lector) conoce su nombre ni su oficio ni su condición, de
modo que acabarán por ser conocidos por un apodo nada definitorio (una palabra
que le han oído pronunciar), y ambos generarán en ese entorno la expectación de
los enigmas. Pero pronto su distinto talante hará que la trama diverja: frente
a la apatía “existencial” del personaje de Bayal, el Endocrino se embarca desde
un principio en iniciativas que le granjearán un cierto reconocimiento en la
aldea: consigue elucidar el “caso” de las gallinas que su amo encuentra
reducidas a un amasijo de plumas ensangrentadas, el de la desaparición de la
talla de la Virgen de la Jara de su
ermita justo el mismo día en que se celebra la romería y el del joven que cae
con su automóvil al embalse (cuya solución intuye pero no puede aclarar)… En
posteriores encuentros casuales de sucesivas salidas conocerá al peregrino compostelano
a quien acompaña durante una jornada (y que le mostrará la belleza de los
conocimientos botánicos), vivirá la aventura de los boy scouts saldada con una
humillante derrota, compartirá agua y comida con el vigilante forestal que en
su torre lía cigarrillos estupefacientes uno tras otro, con el guarda de la
presa degradada que cuenta la historia de su construcción una y otra vez… para
acabar descubriendo, junto con un cabrero, que la tierra ha detenido su
movimiento de traslación alrededor del sol.
De las
numerosas referencias a otras obras y autores, sobresalen por su número y su
calado los guiños cervantinos, comenzando por la condición excéntrica del
protagonista y la dudosa sensatez de su comportamiento (“más allá de las dudas
sobre su lucidez o su locura”), las madrugadoras salidas de la aldea procurando
no ser visto (“el Endocrino escapaba furtivamente de Labriegos entre solares
sin vistas y callejas sin ventanas, más en busca de dehesas desiertas que de
huertos bulliciosos”) y los regresos (como confirma de modo palmario el texto
que citamos al final de esta entrada), los recorridos rurales sin meta y los
escenarios campestres, la estructura episódica (aventuras autónomas sin apenas relación
entre sí), el despropósito de sus propósitos, la estación del año (El Quijote se ambienta en un
interminable verano en que llueve levemente una sola vez, como sucede en este
verano del Endocrino), el humor… y, en fin, la concepción del tiempo.
Distingue Rafael Sánchez Ferlosio entre dos
concepciones temporales: el tiempo adquisitivo en que cada instante cobra
sentido en el siguiente, en que el vivir se ordena con un fin pues se ha
sometido a un proyecto (el tiempo que
late, por ejemplo, en la trama de El
Lazarillo de Tormes basada en el medro a cualquier precio) y el tiempo
consuntivo, en que cada momento se agota en sí mismo, un tiempo sin finalidad,
como el que subyace en la mayor parte de las aventuras de El Quijote. Uno de los personajes de la novela, el zapatero
Trancón, permite ejemplificar el paso de uno a otro. Como se nos dice, el
zapatero tuvo numerosos clientes durante la construcción del embalse en que la
población de las aldeas de alrededor creció notablemente: era preciso atender
al desgaste del calzado que sufría tanto en las fatigosas tareas como en los
momentos de ocio (juegos de niños, danzas de adultos…), pero luego, una vez
terminada la presa, los obreros abandonaron con sus familias tanto el pueblo
del zapatero, en donde apenas residen ahora unos pocos vecinos, como los
pueblos de alrededor, dejándole numerosos pares de zapatos que no pasaron a
recoger. El zapatero prosiguió tercamente en su tarea, arreglando unos zapatos
con otros, perseverando en un oficio que ahora nadie demanda, sumido en ese
otro tiempo sin propósito alguno, convertido en un obrero singular que recuerda
a otros personajes de Paradoja del
interventor, de Gonzalo Hidalgo Bayal (autor de una lúcida presentación de la novela de Santos): el
muchacho que atiende una cantina sin bebedores, el guardabarreras que acude a
diario a su caseta cuando ya no pasa ningún tren, el afilador cuyo trabajo
nadie reclama, el barquillero tras una ruleta a la que nadie juega… Parte de
las aventuras de la trama de El verano
del Endocrino se suceden sin relación causal entre ellas, en este tiempo
sin propósito, y será el zapatero el que con sus inextricables profecías lo
ponga en el camino de abordar la más quijotesca (o caballeresca) de las
aventuras que lo llevará a conocer a los tres ancianos ensimismados de
Traspuestas, al Maestro alemán que asierra sus libros para acomodarlos en las
baldas de su librería, al Fauno sordomudo que guarda un rebaño de cabras, y al
perro tuerto de su primer caso en Labriegos, que, como sucede en El coloquio de los perros, le contará
sus andanzas “picarescas” y lo guiará hasta la cueva en que al fin podrá enderezar
ese gigantesco “entuerto”.
Comunicada
en un registro culto de amplios periodos oracionales con una marcada
predilección por el léxico campestre, la novela no exhibe tesis ni explícitas
ni tácitas y su originalidad se asienta en la excentricidad de sus personajes
(en que se mezclan las facetas verosímiles y fabulosas) y en la
imprevisibilidad del desarrollo de la trama, pero su orientación, claramente
existencial, tiene que ver con el sentido de la vida humana enfrentada a los
enigmas de una realidad que oculta recelosa sus mensajes.
Reproducimos un fragmento que evidencia la fascinación por el universo
cervantino: como Don Quijote en varias aventuras, el Endocrino cae al suelo con
su montura (una bicicleta prestada) rematando así con un nuevo fracaso una
descabellada salida de la aldea.
“Aunque
aparatoso, el accidente no tuvo mayores consecuencias para el ciclista que un
brazo magullado, varias contusiones y arañazos en la barbilla, las rodillas y
el costado y un amargo sabor a sangre y tierra seca que fue expulsando a
escupitajos de la boca mientras volvía a casa. Más grave era, sin embargo, el
estado de la bicicleta, que acabó con el manillar torcido, los frenos flojos y
la rueda delantera ahuevada, pero se la
habían prestado y no le pareció oportuno abandonarla allí, a su suerte, en
mitad del monte. Por eso no tuvo más remedio que emprender el regreso a pie,
con una leve cojera, arrastrando a duras penas la bicicleta, que se negaba a
mantener la línea recta y rodaba oscilando rítmicamente de arriba abajo como,
si también cojeara o como si le hubiese entrado de repente el hipo. En tan
lamentables condiciones habría tardado varias horas en llegar al pueblo de no
haber tenido la suerte, dentro de su desgracia, de encontrarse con un vecino
que regresaba a casa en tractor y que,
haciendo una no pequeña obra de misericordia, los recogió a ambos, bicicleta y
ciclista, en el remolque y los llevó silbando feliz hasta la plaza” [p. 48].
Una gran novela.
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