viernes, 16 de marzo de 2018

Vidas a la intemperie


VIDAS A LA INTEMPERIE

Marc Badal
Logroño, Pepitas de calabaza / Cambalache, 2017, 214 págs.
Prólogo de Irene García Roces

   Nacido en Barcelona en 1976, Marc Badal Pijoan compagina la investigación y la dinamización en el ámbito de la agroecología y del desarrollo rural con las tareas cotidianas en varios proyectos de núcleos de montaña abandonados.
   Además de artículos en revistas como Resquicios, Raíces, Cul de Sac, Ekintza, Zuzena o Archipiélago, ha publicado los ensayos Cuadernos de viaje. Fragmentos y pasajes históricos sobre semillas (Fundación Cristina Enea, 2016); Mundo clausurado. Monocultivo y artificialización (autoedición, 2016); Vidas a la intemperie. Notas preliminares sobre el campesinado (Campo Adentro, 2014); Fe de erratas. La agitación rural frente a sus límites (autoedición, 2011) Los pies en la tierra. Reflexiones y experiencias hacia un movimiento agroecológico [coord.] (Virus, 2006).
   Vidas a la intemperie, que ahora publican conjuntamente las editoriales Pepitas de calabaza y Cambalache, reúne dos ensayos. Al que da título al volumen, subtitulado “Nostalgias y prejuicios sobre el mundo campesino”, le sigue Mundo clausurado. Monocultivo y artificialización. Ambos textos nos hablan de “la pérdida de un mundo, el campesino, compuesto por muchos pequeños mundos que, como Marc Badal advierte, se han ido alejando de nuestras latitudes en silencio, víctimas de un 'etnocidio de rostro amable'” [Prólogo]. “Somos -considera el escritor- los descendientes del campesinado. En sentido figurado y literal. Provenimos de un mundo que no hemos conocido y serán otros quienes nos cuenten cómo era. Los campesinos no pueden hacerlo. Han desaparecido y nunca escribieron su historia. Vivimos en el mundo que crearon. No podemos dar un solo paso sin pisar el resultado de su trabajo. Tampoco abrir los ojos sin ver el trazo de su huella. Una obra que es todo lo que nos rodea. Todo aquello que pensamos que es tan nuestro por el hecho de estar ahí. De toda la vida”.
   Reproducimos un fragmento en que deja constancia  de que así como los lectores adolescentes carecen de conciencia retórica de los textos literarios, los campesinos no poseen una conciencia estética de la naturaleza: forman parte de ella y les falta un mínimo de distanciamiento.
  
   “La mirada del campesino era capaz de captar un cúmulo de significaciones imperceptibles para los demás. Incluso también para los campesinos de otro pueblo. Pero era incapaz de ver aquello que llama más nuestra atención cuando vamos al campo. Lo primero que salta a la vista cuando alguien de fuera contempla un lugar. Especialmente si es de ciudad.
   Los campesinos no veían el paisaje.
   Colores encendidos al amanecer, lágrimas de rocío sobre las hojas, reflejos argentinos en los bandos de palomas.
   Ninguna de estas visiones despertaba en el campesino un estado de embriaguez. No le transportaban a los más hondo de su ser. Ante ellas no le asaltaban los grandes misterios de la existencia.
   Su relación con el entorno era demasiado cercana. Con su trabajo reflejaba el rostro de la tierra y a su vez se había moldeado por ella. Un elemento más del conjunto. Y para ver un  paisaje se requiere cierto distanciamiento.
   La lejanía de la cultura y del arte. La distancia que impone el desconocimiento y la novedad.
   Como el pintor y el poeta, en el campo nosotros solo vemos paisajes. Que no son otra cosa que el resultado de nuestra mirada ajena” [p. 151].

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