jueves, 30 de abril de 2009

sábado, 25 de abril de 2009

viernes, 24 de abril de 2009

El comisario Kostas Jaritos en apuros



EL ACCIONISTA MAYORITARIO

Petros Márkaris
Barcelona, Tusquets, 2008, 365 págs.
Trad. de Joaquim Gestí y Monserrat Franquesa


Tras la edad de oro de la novela negra estadounidense (Dashiel Hammet, Raymond Chandler...), este subgénero narrativo, difundido por el cine, halla acomodo en todas partes, manteniendo una calidad similar o degradándose en una literatura de quiosco y evasión, pero ha tendido a reiterar las mismas "funciones narrativas" con un alto grado de docilidad (por ejemplo, en el desarrollo conversacional de las pesquisas. Recuérdese a Navokov: “¿quién querría una novela policial sin diálogo?"). En general, puede decirse que este subgénero ha evolucionado en dos direcciones: hacia un divertimento lúdico e intelectual que posterga hasta las últimas páginas la elucidación de uno o varios crímenes, y hacia una narrativa que, paralelamente a este propósito, tiende a reflejar, como en las mejores narraciones clásicas, su entorno con una mirada crítica.
El novelista griego Petros Márkaris (Estambul, 1937) es el creador del detective Kostas Jaritos, protagonista de una serie de novelas policíacas (Noticias de la noche, Defensa cerrada, Suicidio perfecto...) que recogen los casos en que ha trabajado. En El accionista mayoritario, este cachazudo comisario de policía se ve inmerso de modo simultáneo en dos casos que podrían haber dado lugar a otras tantas entregas independientes. El primero de ellos involucra a su familia: un grupo de griegos ortodoxos que combatió en la guerra de Yugoslavia junto a Serbia y teme ser juzgado por el tribunal de La Haya secuestra un barco de pasajeros en el que viaja la hija del comisario, Katerine, y su novio Fanis.
El segundo caso es puramente profesional: alguien está asesinando a modelos, locutores de radio y directivos, todos ellos relacionados con el mundo de la publicidad.
La conjunción de estas dos tramas otorga a la acción un ritmo vertiginoso en que el protagonista apenas puede atender al montón de problemas que le asaltan, circunstancia suficiente para garantizar un par de horas agradables para un lector sin otras pretensiones, pues cumple a rajatabla todas las reglas del género (indagaciones sucesivas, pistas ciertas y falsas, desenlace imprevisto pero verosímil....). La novela acrecienta su interés cuando se aleja desde el centro del modelo canónico hacia la periferia del género. Nos hallamos entonces ante la aportación más personal: el reflejo, políticamente incorrecto, de un presente convulso en que los más graves problemas (xenofobia, terrorismo, integrismo...) también se han globalizado. De especial interés resulta el reflejo de una Atenas caótica en donde las obras públicas realizadas para los Juegos Olímpicos apenas han mejorado las condiciones bienestar, con un tráfico infernal y un montón de modernos edificios abandonados: estadios convertidos en inmensos basureros de donde se ha robado todo el material que tiene algún valor (marcos de ventanas y puertas, cañerías, mobiliario...), instalaciones deportivas convertidas en refugio de inmigrantes pakistaníes, albaneses, búlgaros..., con los que la policía no sabe qué hacer: "Al principio los perseguíamos, pero después nos vimos obligados a no mover los jeeps por falta de presupuesto [...] Ahora esto parece Jauja. De todos modos, y para que no digan que las obras olímpicas no sirven de nada, los pakistaníes utilizan el canal de remo para pescar. Costó más de dos millones de euros. ¡Es el coto de pesca más caro del mundo!" (p. 147).
La novela tiene el interés que puede despertar un género situado en un ámbito insólito para un lector español (sigue dominando el género la narrativa anglosajosa y, naturalmente, la española), pero en los problemas sociales que denuncia puede reconocerse cualquier sociedad de occidente: la desmesura publicitaria convertida en el "socio mayoritario" de los medios de comunicación (que impone y veta a actores, series...), la presión migratoria, las reacciones integristas...

jueves, 23 de abril de 2009

X PREMIO "PORTICUS" DE POESÍA

Día 24 de abril, 9,00 de la noche
Casa de Cultura de Villanueva de la Serena
Entrega del X premio "Porticus" de poesía


***
Homenaje a Efi Cubero, autora de


miércoles, 22 de abril de 2009

domingo, 19 de abril de 2009

miércoles, 15 de abril de 2009

martes, 14 de abril de 2009

Vida y destino




VIDA Y DESTINO

Vasili Grossman
Barcelona, Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores, 2007, 1112 págs.
Trad. de Marta Ingrid Rebón


Nacido en Berdichev (Ucrania) en 1905, en el seno de una familia judía, y muerto en Moscú en 1964, Vasili Semyonovich Grossman se licenció en Química en la Universidad Estatal de Moscú (en la novela Victor Shtrum, físico nuclear, es en muchos aspectos un retrato del escritor), pero por esos años descubre también su vocación literaria: sus primeros relatos y novelas reciben el aplauso unánime de la clase dirigente soviética (fue elogiado por Máximo Gorki y Mikhail Bulgakov, en 1937 es admitido en la Unión de Escritores Soviéticos). Las circunstancias de su fecha de nacimiento y su aceptación por parte del sistema le permitieron ser testigo directo de algunos de los episodios más terribles de la segunda guerra mundial, que cubrió como periodista: la batalla de Moscú, la batalla de Estalingrado y la marcha sobre Berlín. Con una progresiva mirada de “disidente” que no logra entender el antisemitismo del sistema y que, al cabo, haría sus obras tan inaceptables como Archipiélago Gulag (en 1961 agentes del KGB confiscaron el manuscrito de Vida y destino; Grossman murió sin verlo editado y convencido de que jamás vería la luz), el novelista consiguió lo que otros escritores disidentes, expulsados del sistema, no lograron: un testimonio vívido del “interior” del ejército rojo y del estalinismo como una despiadada máquina de represión sobre su propio pueblo (por el contrario, los bloques narrativos localizados en el interior de un campo de concentración alemán, más novelescos, transmiten una información que parece basada en fuentes librescas).
El valor testimonial de la novela (un retrato completo de la Rusia estalinista) es potenciado por el carácter representativo de los personajes, que comparecen en la narración como individuos singulares, es cierto, pero también como “tipos” de un grupo o clase: el intelectual judío, el gris funcionario estalinista, el viejo bolchevique cuyo rastro se pierde tras su ingreso en La Lubianka, el joven soldado animoso defensor de la patria (Stalin tuvo la astucia de denominarla la “Gran Guerra Patria”), el militar profesional acosado por comisarios políticos... Y sobrevolando por encima de todas estas vidas la intuición de que si el fascismo, como la física moderna, “ha negado el concepto de individualidad separada, el concepto de ‘hombre’ y opera con masas enormes”, el comunismo acabará obrando del mismo modo; si “la física contemporánea habla de probabilidades mayores o menores de fenómenos en este o aquel conjunto de individuos físicos”, el fascismo, y el comunismo, “ha llegado a la idea de aniquilar estratos enteros de población, nacionalidades o razas sobre la base de que la probabilidad de oposición manifiesta o velada en estos estratos o subestratos es mayor que en otros grupos o conjuntos”, una “herética” igualación moral que las autoridades comunistas no aceptarían durante décadas (la primera edición rusa de la novela apareció en Lausanne en 1981).
Vida y destino es, desde otro punto de vista, una narración tradicional que no muestra disonancias ni concesión alguna al experimentalismo. En su estructura interna encontramos un pequeño grupo de narraciones nucleares y a su alrededor un conjunto de historias-satélite, algunas con suficiente autonomía como para parecer relatos adosados. Una de estas historias centrales es la de Víctor Pávlovich Shtrum, físico judío, miembro de la Academia de las Ciencias, apresado entre su vocación científica y las sucesivas muestras de adhesión que el Partido le exige (sin duda, el bloque más autobiográfico: en 1952, en medio de una campaña antijudía, Grossman firmó una carta oficial en la que se pedía un severo castigo para unos médicos judíos implicados supuestamente en un complot contra Stalin). Junto a esta, encontramos la historia de Mijaíl Sídorovih Mostovskói, viejo bolchevique, apresado en un campo de concentración alemán, o la de Nikolái Grigorievich Krímov, comisario militar encerrado en la prisión de La Lubianka, consternado por lo descabellado de las acusaciones.
La denuncia de la Shoah alcanza un momento difícilmente sostenible en la carta que Anna Semyonovna escribe a su hijo desde el guetto en que ha sido confinada (otro rasgo autobiográfico: en septiembre de 1941, la madre de Grossman fue asesinada junto a los 30 000 judíos de Berdichev): “Los alemanes y los politsai [colaboradores ucranianos] llegan en vehículos, toman algunas decenas de hombres para hacerlos trabajar en el campo, les ordenan cavar fosas, y luego, dos o tres días más tarde, los alemanes conducen a todos los judíos hasta esas fosas y fusilan a todos sin excepción. [...] ¿Cómo poner punto final a esta carta? ¿De dónde sacar fuerzas, hijo mío?”. Otra mujer, Sofía Ósipovna Levinton, médico militar, se niega a salvarse al no responder cuando un oficial alemán en los umbrales de la cámara de gas ordena a los doctores que se identifiquen. Acompañará a David, el pequeño niño judío a quien protege, hasta la muerte: “Ese niño, con su ligero cuerpo de pájaro, se marchó antes que ella. ‘Me he convertido en una madre’, pensó ella. Fue su último pensamiento. Su corazón, con todo, todavía contenía vida: se contrajo, le dolió y sintió pena por todos vosotros, vivos y muertos; Sofya Osipovna sintió una oleada de náusea. Se apretó contra David, ahora un muñeco; se murió, una muñeca”.
Si es cierto que toda buena novela presenta una ligera resistencia inicial a un mal lector, Vida y destino añade a esta circunstancia otra dificultad: los nombres rusos nos resultan poco familiares y su hipocorísticos son endiabladamente ajenos a las raíces de los nombres patrimoniales, por lo que terminamos aconsejando la consulta frecuente de una “Lista de personajes principales”, agrupados por espacios o parentesco familiar (que este torpe lector no advirtió hasta la página quinientos y pico).

lunes, 13 de abril de 2009

sábado, 4 de abril de 2009

Poemas para hablar con Dios


POEMAS PARA HABLAR CON DIOS
Luis Álvarez Lencero
Beturia Ediciones, Madrid, 2008, 252 págs.
Edición crítica a cargo de Enrique E. Corrales

   Falta de órganos de expresión colectivos, la poesía desarraigada de posguerra afloró en la región con un claro desfase cronológico con respecto a la situación nacional. Como se sabe, sus representantes más destacados fueron Manuel Pacheco (1920) y Luis Alvarez Lencero (1923). De extracción social muy humilde, con niñeces muy difíciles, ambos orientan en un momento dado su poesía hacia el ámbito del compromiso y la denuncia. Vista con una perspectiva histórica, su aportación más valiosa en el panorama regional fue arrancar la creación poética de los tonos afirmativos y de las actitudes evasivas y no problematizadoras para comprometerla con la realidad en su dimensión ideológica y social. Las primeras manifestaciones del compromiso aparecen en la trayectoria de Pacheco con Todavía está todo todavía (Orense, 1960), mientras que los primeros tonos de poesía social en Lencero surgen un año más tarde con el poemario Hombre (Madrid, Trilce, 1961), si bien sería este poeta el autor del libro emblemático de poesía social en Extremadura: Juan Pueblo (Badajoz, 1971).
   Dado que la guerra y la posguerra agrandaron el desfase entre el centro y la periferia, estos títulos, si bien “revolucionarios” en el entorno regional, se sumaban a su corriente estética española con un marcado retraso, haciéndose así acreedores a la dura sentencia de Ortega (“En arte toda repetición es nula”). A esta circunstancia, que ha repercutido negativamente en su valoración, se añadía la férrea censura que dominaba la provincia y que acabaría abatiéndose, como se sabe, sobre Juan Pueblo.
   Tras los trabajos, que pueden considerarse definitivos, de Viudas Camarasa (sobre Pacheco) y de Antonio Salguero (sobre Valhondo), Lencero es el único de la tríada que aún no ha sido objeto de una edición de su obra completa acompañada de un estudio de conjunto. En la bibliografía sobre nuestro escritor, pueden citarse trabajos valiosos (una Antología (1980) de Pecellín; Obras escogidas (1986) de Ricardo Senabre), deficientísimas (Obras completas (1988), de Francisco Lebrato), notables trabajos parciales (López Arza, cuya tesis sigue aún inédita), y otros estudios de diletantes bienintencionados que manejan material de primera mano (entrevistas, cartas...), pero se limitan a reproducirlo sin incardinarlo en un análisis.
   En tanto ese trabajo no llega, bienvenidos sean estos otros que centran su atención sobre una obra aislada, como es el caso que comentamos. A cargo de Enrique E. Corrales, la presente edición crítica de Poemas para hablar con Dios (1982) es un trabajo que podemos considerar concluyente, pues a un valioso estudio introductorio suma el análisis de las distintas versiones manuscritas del libro, el cotejo de las varias versiones de los poemas incorporados, una entrevista con su esposa, además de otros ingredientes habituales en esta clase de trabajos.
   Poemas para hablar con Dios constituye, en parte, una recopilación antológica de carácter temático, que Lencero, gravemente enfermo, realizó en los últimos años de su vida (el libro apareció en octubre 1982; el poeta fallece en junio de 1983), ya que veintidós de los poemas del libro proceden de obras anteriores (once poemas de Hombre, uno de Canciones en carne viva, uno de Juan Pueblo, uno de El surco de la sangre, uno de Tierra dormida). El resto, hasta cuarenta y dos composiciones, son textos inéditos o compuestos expresamente para el libro. En su estructura externa se compone de tres bloques que se abren con otros tantos dibujos de Cañamero, “Cabeza del artista”, “Dolor” y “Esperanza”, que anuncian el contenido de cada apartado. El mismo Cañamero compuso para la portada un dibujo con símbolos eucarísticos (el pan y el vino), para una obra que contiene, al fin, un repertorio de oraciones. Resulta significativo que Lencero eligiera para cerrar el poemario (un lugar “marcado” en cualquier ordenación lírica) un poema (“Esperanza”) dedicado a Manuel Monterrey tras su muerte en 1963 (“Ya eres viento pastor de las estrellas”). El mismo texto que le sirvió para decir adiós al buen amigo, le servirá ahora para despedirse él afirmando una esperanza cierta en otra vida: "No puede ser que acabe aquí la siembra. / Tiene que haber detrás del sueño algo…", circunstancia que viene a confirmar, de un lado, que se sabía amenzado por una muerte cierta y próxima y, de otro, que el libro supone un regreso, temático y formal, a una etapa anterior a sus poemarios sociales (esto es, los que incluyen los poemas para hablar con el hombre).
   Por las dramáticas circunstancias biográficas en que fue compuesto, Poemas para hablar con Dios nace de una “dialéctica entre la evidencia del Ser y la intuición -el vértigo- de la Nada" (prólogo, 36) y su marcada autenticidad recuerda la formulación de Whitman (que, por lo demás, podría aplicarse a cualquiera de sus obras): “quien toca este libro, toca a un hombre”. Si es cierto que en Lencero “se llega fácilmente a lo social desde lo existencial y viceversa” (p. 41), también lo es que el libro supone un regreso desde las preocupaciones sociales a las graves inquietudes existenciales, a una perspectiva “arraigada” (esto es, a una visón esperanzada y confiada en un Dios benévolo y vigilante): “podemos decir que se ha producido un cambio sustancial en la religiosidad lenceriana: se recupera el diálogo con Dios, un Dios que ahora es mucho más acorde con la religión instituida y con el dogma, por tanto, un Dios más ‘oficial’” (prólogo, 46).
   Tal vez la expresión formal de Lencero y vistos los derroteros por los que ha avanzado la poesía posterior (reflexiva, reacia a la confesionalidad primaria y al patetismo) haya envejecido peor que la de sus compañeros de grupo. Ciertamente, su mayor singularidad fue la extraordinaria intensidad emocional, con frecuencia desmesurada, para dar voz a los desheredados, para la expresión del amor, de la amistad, de la indignación ante la injusticia, de la denuncia... Lo cierto es que si en este libro atenúa estos tonos y su poesía “pierde en frescura, desaparece aquella capacidad provocadora con que el texto continuamente nos sorprendía”, también lo es que gana esas otras cualidades más próximas a la modernidad: “gana en mesura, en contención, en pulimento incluso”.

jueves, 2 de abril de 2009

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