POEMAS PARA HABLAR CON DIOS
Luis Álvarez Lencero
Beturia Ediciones, Madrid, 2008, 252 págs.
Edición crítica a cargo de Enrique E. Corrales
Falta de órganos de expresión colectivos, la poesía desarraigada de posguerra afloró en la región con un claro desfase cronológico con respecto a la situación nacional. Como se sabe, sus representantes más destacados fueron Manuel Pacheco (1920) y Luis Alvarez Lencero (1923). De extracción social muy humilde, con niñeces muy difíciles, ambos orientan en un momento dado su poesía hacia el ámbito del compromiso y la denuncia. Vista con una perspectiva histórica, su aportación más valiosa en el panorama regional fue arrancar la creación poética de los tonos afirmativos y de las actitudes evasivas y no problematizadoras para comprometerla con la realidad en su dimensión ideológica y social. Las primeras manifestaciones del compromiso aparecen en la trayectoria de Pacheco con Todavía está todo todavía (Orense, 1960), mientras que los primeros tonos de poesía social en Lencero surgen un año más tarde con el poemario Hombre (Madrid, Trilce, 1961), si bien sería este poeta el autor del libro emblemático de poesía social en Extremadura: Juan Pueblo (Badajoz, 1971).
Dado que la guerra y la posguerra agrandaron el desfase entre el centro y la periferia, estos títulos, si bien “revolucionarios” en el entorno regional, se sumaban a su corriente estética española con un marcado retraso, haciéndose así acreedores a la dura sentencia de Ortega (“En arte toda repetición es nula”). A esta circunstancia, que ha repercutido negativamente en su valoración, se añadía la férrea censura que dominaba la provincia y que acabaría abatiéndose, como se sabe, sobre Juan Pueblo.
Tras los trabajos, que pueden considerarse definitivos, de Viudas Camarasa (sobre Pacheco) y de Antonio Salguero (sobre Valhondo), Lencero es el único de la tríada que aún no ha sido objeto de una edición de su obra completa acompañada de un estudio de conjunto. En la bibliografía sobre nuestro escritor, pueden citarse trabajos valiosos (una Antología (1980) de Pecellín; Obras escogidas (1986) de Ricardo Senabre), deficientísimas (Obras completas (1988), de Francisco Lebrato), notables trabajos parciales (López Arza, cuya tesis sigue aún inédita), y otros estudios de diletantes bienintencionados que manejan material de primera mano (entrevistas, cartas...), pero se limitan a reproducirlo sin incardinarlo en un análisis.
En tanto ese trabajo no llega, bienvenidos sean estos otros que centran su atención sobre una obra aislada, como es el caso que comentamos. A cargo de Enrique E. Corrales, la presente edición crítica de Poemas para hablar con Dios (1982) es un trabajo que podemos considerar concluyente, pues a un valioso estudio introductorio suma el análisis de las distintas versiones manuscritas del libro, el cotejo de las varias versiones de los poemas incorporados, una entrevista con su esposa, además de otros ingredientes habituales en esta clase de trabajos.
Poemas para hablar con Dios constituye, en parte, una recopilación antológica de carácter temático, que Lencero, gravemente enfermo, realizó en los últimos años de su vida (el libro apareció en octubre 1982; el poeta fallece en junio de 1983), ya que veintidós de los poemas del libro proceden de obras anteriores (once poemas de Hombre, uno de Canciones en carne viva, uno de Juan Pueblo, uno de El surco de la sangre, uno de Tierra dormida). El resto, hasta cuarenta y dos composiciones, son textos inéditos o compuestos expresamente para el libro. En su estructura externa se compone de tres bloques que se abren con otros tantos dibujos de Cañamero, “Cabeza del artista”, “Dolor” y “Esperanza”, que anuncian el contenido de cada apartado. El mismo Cañamero compuso para la portada un dibujo con símbolos eucarísticos (el pan y el vino), para una obra que contiene, al fin, un repertorio de oraciones. Resulta significativo que Lencero eligiera para cerrar el poemario (un lugar “marcado” en cualquier ordenación lírica) un poema (“Esperanza”) dedicado a Manuel Monterrey tras su muerte en 1963 (“Ya eres viento pastor de las estrellas”). El mismo texto que le sirvió para decir adiós al buen amigo, le servirá ahora para despedirse él afirmando una esperanza cierta en otra vida: "No puede ser que acabe aquí la siembra. / Tiene que haber detrás del sueño algo…", circunstancia que viene a confirmar, de un lado, que se sabía amenzado por una muerte cierta y próxima y, de otro, que el libro supone un regreso, temático y formal, a una etapa anterior a sus poemarios sociales (esto es, los que incluyen los poemas para hablar con el hombre).
Por las dramáticas circunstancias biográficas en que fue compuesto, Poemas para hablar con Dios nace de una “dialéctica entre la evidencia del Ser y la intuición -el vértigo- de la Nada" (prólogo, 36) y su marcada autenticidad recuerda la formulación de Whitman (que, por lo demás, podría aplicarse a cualquiera de sus obras): “quien toca este libro, toca a un hombre”. Si es cierto que en Lencero “se llega fácilmente a lo social desde lo existencial y viceversa” (p. 41), también lo es que el libro supone un regreso desde las preocupaciones sociales a las graves inquietudes existenciales, a una perspectiva “arraigada” (esto es, a una visón esperanzada y confiada en un Dios benévolo y vigilante): “podemos decir que se ha producido un cambio sustancial en la religiosidad lenceriana: se recupera el diálogo con Dios, un Dios que ahora es mucho más acorde con la religión instituida y con el dogma, por tanto, un Dios más ‘oficial’” (prólogo, 46).
Tal vez la expresión formal de Lencero y vistos los derroteros por los que ha avanzado la poesía posterior (reflexiva, reacia a la confesionalidad primaria y al patetismo) haya envejecido peor que la de sus compañeros de grupo. Ciertamente, su mayor singularidad fue la extraordinaria intensidad emocional, con frecuencia desmesurada, para dar voz a los desheredados, para la expresión del amor, de la amistad, de la indignación ante la injusticia, de la denuncia... Lo cierto es que si en este libro atenúa estos tonos y su poesía “pierde en frescura, desaparece aquella capacidad provocadora con que el texto continuamente nos sorprendía”, también lo es que gana esas otras cualidades más próximas a la modernidad: “gana en mesura, en contención, en pulimento incluso”.
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