jueves, 25 de febrero de 2016

Yucé, el sefardí


YUCÉ, EL SEFARDÍ
Gregorio G. Olmos
Badajoz, Departamento de Publicaciones de la Diputación, 2015, 332 págs.
XXXIV premio de novela Felipe Trigo
Prólogo de José Jiménez Lozano

   Nacido en Cuéllar (Segovia) en 1967, Gregorio G. Olmos es un documentalista atraído por la historia social de la Edad Media, particularmente de Castilla. Yucé, el sefardí, ganadora de la edición de 2015 del premio “Felipe Trigo”, arranca en 1478 cuando los Reyes Católicos ordenan que los hebreos sean apartados de los cristianos y recluidos en juderías. Comienza así un periodo convulso que no se cerrará con el decreto de expulsión de 1492, al enfrentar a estas comunidades al dilema del destierro o una conversión forzada. Adosada a este fondo histórico y perfectamente documentada, se desarrolla una trama de tensión indeclinable hasta un desenlace en que el protagonista, testigo y víctima de una persecución abyecta, tendrá que tomar una decisión crucial.

“-¿A ti te gusta mudar tu ropa cuando llega el shabat? ¿Y que encendamos velas y cantemos nuestras canciones? –me preguntó Padre.
        - Sí, Padre.
         -Y dime Yucé, ¿comerías carne con médula, sin separar el sebo y sin quitarle la sangre convenientemente?
         -Jamás, antes moriría de hambre –aseguré, con un gesto de asco.
   Padre señaló las llamas de la chimenea.
         -¿Y prenderías fuego en sábado? –dijo.
         -Claro que no, está prohibido.
         -Pues los conversos lo hacen. Prenden fuego en días santos, comen carne con sangre y sebo y cocinan con manteca de cerdo. Los sábados trabajan en sus oficios y descansan los domingos, porque de no hacerlo así, temen que sus propios vecinos les acusen de vivir como judíos. Y no solo eso, pues llegando la Pascua de los Ácimos no consumen apio, ni lechugas, ni otras verduras, y en las Cabañuelas, no fabrican el sukká, ni forman ramos, como la tradición ordena. Si realizan un viaje, tampoco hacen reuniones convidando a los amigos, ni echan un cántaro de agua en el suelo para despedir a los muertos, ni les pasan un plato de sal por el pecho, por temor a verse sorprendidos” [pp. 82-82]

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