martes, 24 de enero de 2017

Palabrero


PALABRERO

Bogotá, Intermedio Editores, 2016, 294 págs.
  
   Nacido en Cali (Valle del Cauca, Colombia) en 1958, Philip Potdevin ha cultivado tanto la narración corta (Magister Ludi y otros relatos, 1994; Estragos de la lujuria, 2010) como la novela, género en el que recibió con su primera obra, Metratón (1995), el premio nacional de novela del Ministerio de Cultura en 1994. A esta narración siguieron Mar de la Tranquilidad (1997) y La otomana (2005).
   Ahora, la editorial bogotana Intermedio publica su última novela, Palabrero (término que podríamos “traducir” como mediador en los conflictos), que sitúa su trama en una entorno real, la península de La Wajira, en el extremo nororiental de Colombia. En ella se levanta la Sierra Nevada de Santa Marta y fluye el río Ranchería junto a ciudades como Riochacha y aldeas como Albania, Distracción, Barrancas o San Juan del César. Es la tierra ancestral de los indios wayuu, los paraujanos y los kusina, aunque en el presente las diferencias se han atenuado  y todos hablan una misma lengua. Con una larga historia de oposición a los colonizadores españoles, en el presente la comarca es explotada por una compañía de capital extranjero que, con la complicidad de jueces y políticos, extrae carbón para su exportación, dispuesta a modificar el curso del río Ranchería para continuar la extracción bajo su lecho. Ha llegado el momento de enfrentarse a una poderosa organización que no dudará en recurrir a la corrupción, a la extorsión y al asesinato para mantener su situación de dominio sobre la población indígena.
   Nos encontramos, por todo ello, en el terreno literario del compromiso, que denuncia una situación de injusticia generalizada en que se confabulan políticos, jueces y empresarios frente a unas poblaciones autóctonas, herederas de antiguas y hermosas tradiciones culturales, a las que en la narración se les ofrece el protagonismo que le negaron los conquistadores españoles en el pasado y los nuevos colonizadores, con armas aún más innobles, en el presente.

 “Edelmiro. Edelmiro Epiayú. Edelmiro Epiayú Epiayú. “Nacido un 31 de diciembre”, dice la cédula de ciudadanía. “Manifiesta no saber firmar”, dice también. La foto en el documento, difusa, es casi de un niño, un joven, no mayor de trece, catorce años, a lo sumo quince. Pero no es cierto. No nací un 31 de diciembre, sí sabía firmar y leer cuando la expidieron, y no había cumplido la mayoría de edad para que me dieran la cédula. Un engaño, una afrenta. No es posible que casi toda nuestra gente haya nacido un 31 de diciembre, Ni tampoco que hubiéramos alcanzado la mayoría de edad cuando las entregaron. Patrañas de políticos para asegurar sus elecciones. A mí no me cambiaron el nombre; a muchos sí. Durante mucho tiempo el Estado no rectificó el daño hecho hace doce, quince años cuando la Registraduría Nacional del Estado Civil expidió documentos de identidad a decenas, a cientos, a miles de wayuu con nombres oprobiosos e información falsa. Es una de tantas deudas que adquirió con nosotros; pero no la más importante, A unos le pusieron en la cédula, por nombre, Teléfono, a otros Mariguano, a otros Raspahielo […] Esas cédulas, que confiscan cada dos años en vísperas de elecciones, incluso las corregidas, para elegir y reelegir alcaldes, congresistas, gobernadores; todo a expensas de la dignidad, la inocencia el indígena wayuu, el otrora guerrero, indómito y no reducido –como se nos señala- habitante de estas tierras wajiras” [pp. 19-20]

No hay comentarios:

Publicar un comentario