lunes, 8 de abril de 2019

Lluvia fina



LLUVIA FINA

Luis Landero
Barcelona, Tusquets, 2019, 268 págs.

   Si en El balcón en invierno, Luis Landero (Alburquerque, 1948) decidía instalarse en lo biográfico por un profundo cansancio de la ficción sus dos obras siguientes suponen un regreso a la novela, pero en Lluvia fina, sea cual sea el trasfondo biográfico de la trama, mi impresión de lector es que la implicación emocional es similar a la obra en que recordaba su niñez y juventud. Nos encontramos ahora ante la historia de una familia de clase media-baja cuyo destino se ve alterado por la muerte del padre, cariñoso con los niños (Sonia, Andrea y Gabriel) y fabulador. El más pequeño de ellos, Gabriel, el único con formación universitaria, será el que ponga en marcha los resortes narrativos de la trama y lo hará cometiendo un error imperdonable: proponer a sus hermanas celebrar el cumpleaños de la madre con una comida familiar en la que puedan solventarse las desavenencias familiares. Comienza entonces una sucesión de conversaciones con Aurora, esposa de Gabriel, que de este modo se convierte en confidente de todos y en la narradora de sus recuerdos, unos recuerdos que, como una “lluvia fina” comienzan con pequeños agravios domésticos (contra la madre, entre los hermanos), siguen con recriminaciones de mayor calado hasta llegar a graves acusaciones con las que tratan de explicar la desdicha en que se hallan sumidos, porque todos ellos, por distintos caminos, han venido a caer en el territorio de la infelicidad: la hermana mayor, por decisión de una madre adusta y autoritaria (tal vez el personaje femenino más perverso del universo de Landero), ha debido abandonar el instituto, atender en una mercería (adiós a sus sueños de cursar estudios superiores y aprender idiomas) y aceptar con solo dieciséis años la insistente propuesta de la madre de contraer matrimonio con un buen partido (un farsante infantiloide y pervertido que la torturará);  la hermana menor vive a la sombra de traumas infantiles cuyos pormenores cuestionará la madre: ¿es cierto que siendo niña la abandonó o la dejó un momento sola para atender a un paciente? ¿Intentó suicidarse o fue una chiquillada que no requirió siquiera la atención de un médico? No son estas las únicas indefiniciones que encontramos, porque los recuerdos de los personajes, que no hacen sino alimentar la devastadora fuerza de un rencor tóxico, son meras versiones que otros miembros de la familia corrigen o refutan, de modo que el lector nunca tiene la certeza de encontrarse ante un relato cierto de lo ocurrido: ¿se convirtió Andrea en amante del marido de su hermana o es una invención que forja impulsada por el rencor que le guarda? Todos ellos viven un “pasado que no acaba de pasar”, heridos por la lluvia fina del vivir como “esos perros maltratados que tienen miedo a todo, incluso a las caricias”, y todos confluirán en sus relatos sobre Aurora, de modo que “también Aurora tiene una historia que contar. Una historia que ha permanecido aletargada hasta hoy, esperando un estímulo, una súbita brisa que avive las brasas hasta convertirlas en hoguera. Y ahora ya sabe con certeza que los relatos no son inocentes, no del todo inocentes, y que no es verdad que a las palabras se las lleve tan fácilmente el viento. No es verdad. Todo cuanto se dice queda ya dicho para siempre, y solo con la muerte se consuma por completo el olvido y se logra el silencio y, con él, la paz definitiva” [p. 261].

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