lunes, 1 de julio de 2019

Alburquerque




Alburquerque

   Tenía nueve años cuando el maestro, pensando que estaba suficientemente preparado, le dijo a su  padre que lo matriculara para el examen de ingreso a bachiller, pues cumplía diez años en septiembre, y una clara mañana de junio lo llevó en el dos caballos al instituto Zurbarán de Badajoz, el mismo en que, muchos años después, cursaría COU. Cuando avistaron las murallas de la Alcazaba las ganas de orinar se hicieron tan urgentes que hasta su padre se dio cuenta y paró en el arcén: mientras se aliviaba contempló el perfil todavía lejano de la ciudad (las murallas, la torre de Espantaperros, la puerta y el puente de Palmas…): todo resultaba hosco y amenazador.
   Por fin, llegaron a un enorme caserón en donde pululaba un montón de chiquillos acompañados de sus padres y, poco a poco, fueron entrando en fila en diversas aulas: en una había que contestar oralmente unas preguntas de historia, en otras planteaban algunas cuestiones de religión, en un amplio sótano destartalado un tipo con uniforme de falange con muchos correajes les gritó una docena de órdenes (¡Brazos al frente, derecha, izquierda, brazos a la cabeza…!) y los echó de allí sin que él llegara a saber de qué estaba examinándose... Solo recuerda la prueba, esta escrita, de matemáticas. Entre otros problemas había uno de plátanos: ¿cómo repartirías seis plátanos entre ocho personas?, pero a él nadie le había enseñado a dividir con decimales así que lo dejó en blanco: ya se darían cuenta de que se habían equivocado al formular la pregunta. El caso es que suspendió y su padre, preocupado por el futuro de su torpe primogénito, lo mandó ese verano de 1965 a Alburquerque con sus abuelos y con su tío Juanjo.
   Es posible que si uno se para a pensar cuál fue la temporada más feliz de su vida la respuesta sea un mes de verano, como si esta estación, interminable en la infancia, llevara por entonces inseminado el embrión de la felicidad. En su caso la norma se cumple a rajatabla. Fue, sin duda, el verano más feliz de su vida (también escribe esto en otro verano, cincuenta y dos años más tarde, cuando ha descubierto que el secreto de la felicidad consiste en que el asunto no importe ni mucho ni poco ni nada, porque, en realidad, lo único verificable es la alegría).
   ¡Vivir en los huertos de Alburquerque en casa de sus abuelos con su primo Juan! ¿Qué más se podía pedir?
   Todas las mañanas, muy temprano, su abuela Francisca, una mujer dulce, sonriente y abnegada, les lavaba la cara y los peinaba. Cogían de mala gana los libros, salían por las cancillas del huerto, se asomaban a un pozo cuadrado con un brocal de grandes piedras de granito y contaban las ranas posadas en el légamo verde del fondo (hubo días que llegaron a veintitrés). Después enfilaban un camino que serpeaba entre las paredes de piedra de unos olivares polvorientos e iban a dar a la plaza de toros y a la calle principal de Alburquerque en donde ya podía contemplarse el alegre ajetreo mañanero de la subsistencia: hombres que llevaban sus bestias tirando del ronzal, hacendosas mujeres barriendo las aceras o, mejor dicho, el trozo de acera correspondiente a su vivienda, echando con frecuencia la fusca a las viviendas de los lados, afiladores portugueses soplando con jeito en sus chiflos, burros con costales de garbanzos atravesados en la grupa, mulas con cántaros en los serones (por entonces Alburquerque, levantado en la ladera del cerro del castillo, no tenía agua corriente)… hasta que desembocaban en la plaza. Había allí una tienda de esquina frente a cuyos escaparates se paraban todos los días. ¡Tenía todos los artilugios imaginables para capturar animales: jaulones para el reclamo del perdigón, ratoneras, costillas para pardales, jaulas de grillos con barrotes de alambre, garlitos de mimbre en forma de embudo…! Daban la vuelta a la esquina y echaban una ojeada al otro escaparate, pero allí había poco que ver: estatuillas de escayola de la Virgen de Carrión, estampas de santos demacrados con cara de lelos, rosarios con cuentas de madera, escapularios y pollas en vinagre, así que subían una cuestecita junto a una torre albarrana, entraban por la puerta de Belén en la Villa Adentro y enderezaban por la calle Derecha hasta el número diecisiete.
   La calle Derecha era y sigue siendo, como su nombre indica, una calle completamente retuerta que atraviesa la vieja villa amurallada desde la Puerta de Belén, porque da al naciente, hasta la puerta de Valencia, porque en ella arranca el camino de Valencia de Alcántara. Por entonces, casi la mitad de sus casas todavía exhibían en sus jambas de granito la ranura en donde los antiguos moradores judíos encajaban la mezuzá, un pequeño receptáculo de madera en que introducían un pergamino con un par de versículos de la Torá. Lo hicieron hasta su expulsión en 1492 entre el alborozo de los cristianos (“¡Ea, judíos / a enfardelar / que mandan los Reyes / que paséis la mar!”). Tras su partida, las familias cristianas heredaron resueltamente sus viviendas sin ningún papeleo.
   En esa calle se levantaba la casa de su abuelo que lindaba en sus traseras con los baluartes del castillo, una enorme y desangelada construcción de tres plantas con un pozo en el zaguán y otro en la cuadra del fondo (después descubriría que no eran pozos sino antiguos aljibes excavados en la roca) y allí, en una amplia sala con altas bóvedas pintadas de índigo, su tío Juan les daba clases de geografía, historia, laica y sagrada, matemáticas y les ponía algunos dictados.
   Después de la clase tenían todo el día ya para ellos en los huertos: horas y horas de sol en que no recuerda ni un solo instante de tedio. Y es que había tantas cosas que hacer. Tras dejar en casa de la abuela libracos y cuadernos, corrían a una huerta lindera a buscar a su nuevo amigo Braulio. Lo encontraban siempre con su padre regando con un extraño artilugio que nunca antes había visto, parecido a un enorme cucharón de palo sostenido en una traviesa de madera que, sin apenas esfuerzo, metía dentro de una poza del regato y elevaba para vaciarlo en una arqueta de granito. El agua, “útil y humilde y preciosa y casta” bajaba a regar los canteros de pimientos rojos que la abuela asaba en las brasas, las belgas de las judías verdes que subían ensortijadas en sus angarillas de cañas, las berenjenas cuaresmales y los orondos tomates ya enverados de rojo.
   Desde allí y con el muchacho alburquerqueño como guía, salían a la descubierta con la escopeta de balines al hombro a buscar aventuras arrostrando numerosos peligros: un día les ladraba un mastín desganado en un cortijo cercano; otro, una vaca torina dejaba de pastar y los miraba con unos enormes ojos escrutadores, pero los mayores riesgos, según les prevenía su abuelo, venían de los animales pequeños y ocultos: escorpiones traicioneros, alicantes (“Si te pica un alicante ve al cura que te cante”) o víboras de color esmeralda. Más abajo, el arroyo que cruzaba las huertas se enfoscaba de juncias y zarzales en donde silbaban los mirlos esquivos, gorjeaban en las higueras los pardales saltando de rama en rama en busca de las últimas brevas, subía un herrerillo por el parral como una pequeña llama verde, cantaba engreído un pintassilgo en el galapero (pero los jilgueros no se mataban, se cazaban con liga y se enjaulaban) y por todas partes había un rumor de vida pequeña en ebullición: insectos de alas de oro, abejas en su monótona tarea sonora, tímidos grillos metálicos… Y para verlo todo tenían todo el tiempo del mundo. Las horas, en aquel pequeño universo, venían lentas desde las sierras azules apoyando perezosamente sus cuartos en las lomas, golpeaban con un restallido sordo de sábana al cierzo y se alejaban, por fin, valle arriba.
   Por la noche, cansados de tanta exploración, el abuelo, que también era su padrino, les contaba a la hora de la cena cómo la abuela Francisca se deshizo de los pavos: un día salió a la puerta con el recogedor en la mano y arrojó al patio las brasas de la lumbre que, justo en ese momento, una leve brisa encendió hasta convertirlas en pequeñas gemas rojas. Atropelladamente, los pavos se lanzaron sobre ellas y las engulleron en un periquete, y en un periquete, como castigo a su voracidad, pasaron a mejor vida.
Otra noche les contó que las gallinas saben contar hasta tres: puedes quitarle los polluelos de uno en uno, sin que te vean, hasta que le quedan tres. Entonces arman un escándalo de enfurecidos cacareos. Pero sus habilidades no van mucho más allá. Un día la abuela echó una docena de huevos de pata en el nidal de una gallina clueca: cuando rompieron el cascarón la gallina salió de paseo muy ufana con una fila de patitos tras ella y todo fue bien hasta que llegaron a un pilón en donde abrevaban las ovejas. Los patos, sin pensárselo, se lanzaron al agua ante el estupor de la gallina que daba vueltas en torno con las alas abiertas cacareando aterrorizada.
   Como todo lo bueno se acaba más pronto que tarde, llegó el mes de septiembre y su padre vino a por él. Al día siguiente volvieron a Badajoz a repetir el examen (ya podía repartir seis plátanos entre ocho inútiles que no sabían ganarse la vida). Unos días después llegó una carta a casa y su padre, muy sobrio en las demostraciones de afecto, lo llamó y le dio fuerte apretón de manos mirándole a los ojos. Estaba orgulloso de él. No era para menos: allí, en un documento oficial, sobre una firma ilegible, aparecía, bien claro, el garabato sinuoso de un cinco.

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