jueves, 11 de julio de 2019

Los portugueses



  Los portugueses

   Si en el entorno rural los ganaderos padecían por aquellos años una vaga pero cierta estigmatización por parte de los agricultores, los portugueses eran objeto de un desdén nada encubierto pues durante décadas habían cruzado a España desde las dos Beiras (la Alta y la Baja) en busca de trabajos de mera subsistencia. Pasaban afiladores con sus bicicletas, curanderos, acordeonistas, esquiladores y braceros que se quedaban en los cortijos por sueldos míseros. Los segadores aparecían en primavera, a tiempo de cosechar las habas, con sus sacos a las espaldas, sus hoces y piedras de afilar y los cuernos del aceite y la sal. Se les conocía como “ratinhos” y eran presentados en los relatos populares como seres simples, pobres y primitivos (“Os ratinhos pasavam a ceifar a Espanha com acordeões y pão de milho, e ceifavam com un martelo e um escopro. Um punha o escopro na palha e o outro dava uma martelada e quando a palha caia gritava: “¡Foge que vai a viga!”).
   A la calle del Cuervo (o del Teniente Coronel Yagüe) vino a vivir una familia portuguesa constituida por unos padres ya ancianos, cinco hermanos, todos solteros, y una hermana de escasas luces llamada Ermilindra que hacía los recados de la familia. El desconocimiento absoluto sobre su origen y sus medios de vida, la completa falta de relación con el nuevo entorno y el hecho de que el hermano mayor dejara embarazada a una vecina y se negara a reconocer su paternidad los convirtió en unos apestados. Vivían en una casa de alquiler, arrendaron una huerta que cultivaban con desgana y, finalmente, compraron un tractor y una trilladora, los dos de segunda mano.
   Con el tiempo, su padre entabló relación con ellos, que se mostraban muy amables (podían en esos encuentros hablar portugués y les era común la cultura de la Raya), pero lo cierto es que en su comportamiento había algo turbio, con una mezcla de afabilidad en el trato y una enorme crueldad en sus actitudes: la severa autoridad, heredada de su padre en vida, que el hermano mayor ejercía sobre los demás, las truculentas historias que uno de ellos, Paulo, contaba de su servicio militar en Angola por los años de la guerra (había abatido a un negro subido a una palmera de un disparo certero solo por probar su puntería, hacía frecuentes gestos de dolor hasta que confesó, entre arrepentido y ufano, la razón: “eu estou picado de grelhas das meninas de Lisboa”) y, al fin, la historia del perro.
   Los portugueses tenían un perro canijo de capa canela llamado Piloto (como decía Esteban, un personaje de Luis Landero, “un puto perro de pobre”) que acabó entrando en los corrales de la casa de sus padres en busca de un sustento que no encontraba entre ellos. Aquí fue bien acogido por todos y acabó acompañando a su padre al campo y a su hermana a la escuela. En cierta ocasión su padre se dejó olvidado un jersey en un olivar; dos días más tarde volvió y encontró al perro echado junto a él: llevaba cuarenta y ocho horas sin comer ni beber. Le emocionó la fidelidad del pobre animal y, tal vez con la idea de pedírselo, les contó lo ocurrido a los portugueses. Ese mismo día, uno de ellos ahorcó el perro.
   Por entonces, en la era de la colada en los meses de verano se levantaba una extraña ciudad de sombrajos, parvas, hacinas y, pasado el tiempo de la trilla, de montones de trigo, cebada, avena, centeno, garbanzos, altramuces… que los labradores, con desigual semblante según les hubiera pintado el año, medían con una cuartilla y un rasero y ensacaban para llenar doblados y desvanes. Entre las numerosas parvas de labradores humildes, las hacinas de los más acaudalados eran altas como casas de dos plantas y se erigían dejando calles en medio por donde entraba la trilladora tirada por un tractor. La de los portugueses era una descomunal máquina atendida por una cuadrilla de veinte hombres quienes trabajaban por turnos cubriéndose los ojos con gafas de exploradores polares y descansaban en un sombrajo cubierto con paja de centeno. Una vez desenganchada y calzada, la trilladora arrancaba con un formidable ruido ensordecedor que espantaba a los pardales raferos, a las cantarinas alondras y hasta a los cuervos de la encina seca del serrijón de enfrente. Porque no se trataba de un único ruido; era una orquesta disonante de instrumentos enloquecidos, y así, al rugido un poco asmático del motor se sumaban otros muchos, sobre todo si uno tenía la curiosidad de dar una vuelta en torno a ella: aquí tosían unas bielas (cof, cof, cof), allí zumbaba una correa retorcida como una cinta de Moebius (zum, zum, zum), allá graznaban varias cribas descendentes (ras-ras, ras-ras), junto a una rueda de hierro chirriaba un cojinete mendigando aceite (chin, chin, chin), más allá giraba el tambor de trilla (glam, glam, glam)…, mientras por un costado una pieza de hierro del tamaño de una teja dejaba caer el grano dorado en un saco sujeto a unos pernos.
   Abandonando sus colleras de mulas en las parvas próximas, se acercaban consternados los ancianos de barba hirsuta y una sola ceja detenidos en un gesto común (rascarse la cabeza por debajo de la boina; como se sabe, un síntoma claro de talento) contemplando el fragor rotundo del progreso.
   Como las cosechadoras actuales, las trilladoras debían esperar a que el sol calentara las mieses, húmedas por el rocío nocturno, y prolongaban la tarea hasta bien entrada la noche. Y fue en una noche de viento seco y terrero del poniente cuando de un cojinete seco (chin, chin, chin) se desprendió una chispa que fue a prender en un fino montoncillo de tamo, que voló encendido a un montón pequeño de paja, en donde el fuego se alimentó lo bastante como para saltar, impulsado por el viento, a la hacina de trigo, mientras uno de los portugueses en vez de tratar de apagarlo, arrancó el tractor, enganchó a toda prisa la trilladora y la sacó de la calle incendiada, en medio del griterío unánime del infortunio
-Anda lá fora, Paulo.
-Los bidones de gasoil. ¡Que alguien saque los bidones de gasoil!
-Oh Zé, foge, foge.
   En tanto, en medio del caos, un exaltado gritaba:
-¡Han sido los portugueses! ¡Coged las horcas y a la jacina con ellos!
   Poco más tarde enmudeció la trilladora y solo quedó el fragor sordo y crepitante del fuego quemando la paja y la mies aún no trillada e iluminando a ráfagas el espantajo de los hombres con los brazos abiertos, mientras un surtidor de pavesas ascendía en espiral hacia un cielo añil, amenazando con propagar el fuego a las eras vecinas.

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