De
poetas
Creo que la repetida afirmación de tantos
poetas de no considerarse integrantes de corriente o grupo algunos,
interpretada frecuentemente como una “boutade”, traduce, en una lectura más
benévola y, probablemente, más cierta, la sensación del verdadero poeta de
caminar sin compañía, de deambular por un territorio desconocido, como un
descubridor inseguro de sus hallazgos, como un pionero cuyas fundaciones no
sabe si serán reconocidas algún día. Trabaja en el empeño de hacer algo nuevo
con el riesgo probable de no ser comprendido, pues “no siempre la actualidad es
capaz de reconocer el valor de algo a lo que es ajena por cuanto no le
pertenece, por cuanto es una desviación recién aparecida de lo anterior, una
evolución que aún la historia no ha demostrado que sea válida” [Portillo, S.]
No opera en ellos un desmesurado propósito fundacional (de un movimiento, de
una escuela), pero tampoco se resignan a la efímera popularidad de los
epígonos. Aspiran, naturalmente, a elaborar una obra maestra (ese es el sentido
de tanto esfuerzo), pero son conscientes de la improbabilidad de su empeño y de
la seguridad de la falta de reconocimiento, pues la obra que “escrita en un
tiempo preciso, escapa de su pequeña historia singular y textual para
pertenecer a todos los momentos de todas las épocas sin ser exclusiva de
ninguno” siempre será, como recordaba Portillo, extraña al presente ya que “su
esencia literaria la sitúa en el pasado y su excelencia literaria la proyecta
hacia el futuro, de modo que, en nuestro caso, no caben preocupaciones: si de
pronto apareciera el genio, no estaríamos en condiciones de reconocerlo”
[Hidalgo Hidalgo Bayal, G.]. El empeño por hallar un itinerario personal, no
importa si está lleno de deudas lectoras, impulsa la búsqueda de una expresión
individual de temas universales, en textos únicos e irrepetibles, impulsados en
una dirección que tiene la originalidad como meta y la ininteligibilidad como
riesgo, pues, en palabras de Ramón Nieto, el poeta “trabaja y crea más allá de
sus límites, quizá porque la creación -como el universo- se encuentra entre su
límite y unos centímetros más allá, donde no sabe qué hay, o a lo sumo sospecha
que hay una irradiación. Algunos han cruzado ese insondable punto donde lo
material se vuelve evanescente, y no han querido regresar”. Y esta misma
impresión nuclear comunican las brillantes metáforas lorquianas: “El poeta que
va a hacer un poema tiene la sensación vaga de que va a una cacería nocturna en
un bosque lejanísimo. Un miedo inexplicable rumorea en el corazón. Delicados
aires enfrían el cristal de sus ojos. La luna, redonda como una cuerna de
blando metal, suena en el silencio de las ramas últimas. Ciervos blancos
aparecen en los claros de los troncos. La noche entera se recoge bajo una
pantalla de rumor. Aguas profundas y quietas cabrillean entre unos juncos...
Hay que salir”.
Sí, tal vez sea esta la razón y todos los
poetas (y no solo los poetas andaluces de Alberti) cuando escriben se
encuentren (o se sientan) singularmente solos.
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