viernes, 12 de febrero de 2016

Diarios


DIARIOS 
(2012-2013)
Hilario Barrero
Sevilla, La isla de Siltolá, 2015, 359 págs.

   Nacido en Toledo en 1948, Hilario Barrero vive en Nueva York desde 1978, en cuya universidad se doctoró con una tesis sobre Félix Urabayen y en donde hasta su reciente jubilación ha dado clases de lengua y literatura españolas. Autor de cuatro libros de poemas, In tempori belli (1999, premio de poesía “Gastón Baquero”), Agua y Humo (Cuadernos de Humo, 2010), Libro de familia (El Brocense, Cáceres, 2011) y Tinta china (Cylea Ediciones, 2014) ha publicado hasta ahora los diarios Las estaciones del día (2003), De amores y temores (2005) y Días de Brooklyn (2007), todos ellos en la editorial asturiana Llibros del pexe. Más tarde aparecieron Dirección Brooklyn (Universos, 2009), Brooklyn en blanco y negro (Universos, 2009), Nueva York a diario (Impronta, 2013) y De Prospect Park a Zocodover (Nueva York, Cuadernos de Humo, 2015). Ahora, la editorial sevillana La isla de Siltolá publica su última entrega tituada Diarios que, como indica el subtítulo recoge entradas de los años 2012 y 2013, en donde volvemos a encontrar todo lo que al escritor le interesa: “la ópera, los libros, los museos, los mercados callejeros, las tienda de moda, la gente que viaje en metro” [García Martín, J. L.] o, como leemos en la siguiente entrada, uno de los cementerios de Nueva York en donde reposa parte de su pasado.

   Martes, 29.- Hemos vuelto al cementerio de Sleepy Hollow. Allí seguía el río Pocantico, joven, saludable, ruidoso y feliz. Saltaba entre rocas, piedras cubiertas de musgo, mordía las orillas como quien muerde unos labios, pasaba despertando tinieblas, deshaciendo huesos, socavando el peso de la sombra. Envuelta en otoño el agua era amarilla, oro cáustico corroyendo las raíces que querían hundir sus dedos en la corriente. También estaba la muerte disfrazada de vida llenando de silencio el recinto, incendiando los árboles y cerrando las puertas de algunos mausoleos con la llave oxidada del olvido. Allí estaba el otoño como un paño funeral para un entierro de primera, extendida su palidez cobarde, más un lienzo rojizo de ascuas para la hoguera final. Allí estábamos los dos, de nuevo, haciendo repaso de otros nombres que ahora son piedra, de otras voces que ahora son de barro, recordando signos y brasas, nuestra vida, el amor encendido, la casa iluminada. Con la tarde a cuestas recordamos nuestros muertos, cuerpos que murieron salpicados de miseria y olvido, cuerpos gloriosos con olor a azufre y a salitre. Llegamos a casa calados hasta los huesos, mordidos por un silencio rabioso. Con un cansancio de fechas y de nombres, volvemos en silencio sabiendo que algún día arderemos. [pp. 339-340] 

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