domingo, 18 de abril de 2021

Frontera, mi frontera

FRONTERA, MI FRONTERA

 Jaime Covarsí

Mérida, De la Luna Libros, Col. Lunas de Oriente. Relatos, 2021, 170 págs.

    Jaime Covarsi (Barcelona, 1975) es licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de Sevilla, donde obtiene su doctorado cuyo trabajo, El roman de Flamenca: estudio y traducción de un tratado amoroso occitano, recibe el Premio Extraordinario de Tesis Doctoral (2005). En el año 2018 se doctora en Filosofía, también en la Universidad de Sevilla con la tesis Homo narrator: consideración ontológica de la condición narrativa del hombre en Ricardo Piglia, Es autor de novelas (El bastón de avellano, Confesiones del apócrifo Cervantes y El mal necesario). Destacan también libros de relatos (Mano a mano, Entrecalles), y de cartas literarias (Las cartas de Esquivias).

   Ahora, De la Luna Libros publica en su colección Lunas de Oriente La trama de Frontera, mi frontera que arranca con el regreso, tras décadas de ausencia, del general Antonio Gonçalvez a la estación de ferrocarril de Santa María del Cerro Alto. Será Carlos Premier, lugarteniente del general, albacea, y narrador de los hechos el que espere su llegada con unos caballos, sorprendido por su decisión (“Antonio Gonçalves retornaba para morir. Lo sabía; y si no, ¿a santo de qué iba a mencionar la frontera?”). Porque ese es el territorio en que nos encontramos, un entorno fronterizo indeterminado junto a un río purulento de aguas negras, que arruina la tierra y el carácter de los hombres, condenado a una violencia ciega y cíclica. Todo comenzó cuando el general con sus tropas arrasó la loma próxima a la aldea para construir su vivienda y la de los soldados en medio de asaltos y violaciones generalizadas, un episodio que da paso a la narración de unas vidas captadas en ese momento en que comienzan a convertirse en leyenda, como la de Aurelia Santos, la mujer que amamantó a todos los niños fruto de las violaciones, la de Antonio Leal, el sacerdote que mezcla teología y gramática en sermones que nadie comprende, la terrible muerte de Aurelio Mora a manos del general, que arrastrará su cadáver atado al arzón de su caballo por las calles de la aldea o la del propio narrador, Carlos Premier, casado con Paulina (la hija violada del general, que le pidió que le diera su apellido al nieto). Organizada en breves capítulos que con frecuencia se solapan para reiterar motivos recurrentes o atender a distintas perspectivas sobre un mismo episodio, la narración avanza, sobre una prosa eficaz y cadenciosa, entre la realidad y una fantasía túrbida. Reproducimos un fragmento que presenta al  nieto del general (que lleva un nombre portugués como lo es el apellido del abuelo).

 

   “Paulo fue el primero de todos. Las cuentas eran claras: en septiembre habían entrado las tropas del general en la villa; el martes veinte, para ser exactos. Aquella misma noche se quemaron los campos que rodeaban a las casas, incluida la colina que luego se convertiría en el bastión del general. Alrededor de su mansión, levantada en unos plazos inimaginables para la vieja ingeniería civil, se extendió un barrio entero que servía para dar cobijo a las necesidades de Antonio Gonçalves y sus hombres. Nueve meses después de la noche de marras, el veinticuatro de junio, vio la luz Paulo por primera vez. El desbarajuste de aquella noche fue de tal envergadura que no resultaba posible identificar a los diferentes progenitores, de modo que la generación de la «calumnia» (así la llamaban) acabó siendo de todos y de ninguno. Hoy no es difícil ver cómo los jóvenes utilizan el apelativo de «padre» para dirigirse a cualquier hombre mayor, especialmente tratándose de un excombatiente en las filas del general. A mí mismo muchos jóvenes me saludan así, y veo cómo después agachan la cabeza y escupen en la tierra seca antes de apresurar la marcha.

   Paulo también me ha llamado siempre ‘padre’. Al menos, los años que permaneció en la villa y, sobre todo, aquellos de su más tierna infancia en que su madre visitaba casi diariamente al general. En realidad, la relación que se estableció entre el  niño y yo se la debemos a Antonio Gonçalvez. Sus encuentros con Paulina desembocaban irremediablemente en los nuestros, así que Paulo se acostumbró a mi presencia cotidiana y pronto reconoció en mí los atributos paternos”  [p. 30].

 

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