Los paseos de circunvalación
SIMÓN VIOLA: Palabras. Editora Regional de Extremadura, 2025, 99 páginas, 10 euros.
En el capítulo cuarto de este libro, Simón Viola (La Codosera, Badajoz, 1955) relata barojianos paseos por la ciudad
universitaria parisina en el verano de 1983, por los alrededores del parque de
Montsouris y el Periférico de circunvalación. Recuerdan estos periplos urbanos
a Susana y los cazadores de moscas (1938), novela de madurez del vasco
en que el narrador y la protagonista paseaban su amor periférico –provinciano en la gran
ciudad– por los mismos parajes que más de cuarenta años después paseará el flâneur
Viola al ritmo de la música nacional rusa (Tchaikovsky o Rimsky-Korsakov) que
le permite escuchar su “pequeño radio-casette con auriculares” (p. 37).
Como el bulevar periférico de París, este
libro tiene algo de paseo de circunvalación, y el núcleo que circunda no sería
otro que el vivir gozoso del que hablaba Javier Cercas en el fragmento de La
velocidad de la luz (Tusquets, 2005) que Simón Viola utilizaba como
epígrafe en Fronteras (Diputación Provincial de Badajoz, 2020), su
primera incursión en la ficción literaria: “de un tiempo a esta parte, me
persigue la sospecha de que quizá la felicidad consista en estar vivo, y de que
todos somos felices, solo que no nos damos cuenta”. Esta felicidad,
experimentada ya en la infancia, se recobra en los dos últimos capítulos de Palabras,
en la sala de profesores donde por la ventana “entraba un perfume de lavanda
mientras el tiempo parecía detenerse en su fluir […], como si algún tonto se
hubiera dejado abierta una de las puertas del paraíso” (p. 87), o en la finca
de Valdecerillos, entre olivos, higueras y madroños, en una estampa de tono
contemplativo y elogio de la vida silenciosa y sin propósito.
Si en Fronteras
primaban los textos narrativos y de sabor legendario o consejero, ligados en su
ambientación a los paisajes originales y a los mitos fundacionales del autor,
en este repaso sin efusiones por la cotidianidad de toda una vida, hecho de
doce secciones o apartamentos autoconclusivos pero interrelacionados (motivos y
formas reaparecen con insistencia), la prosa de Viola abunda en la digresión,
coquetea con el ensayo y con el comentario de textos, y se hace abiertamente
poética ya en las últimas composiciones. Es Palabras un libro cruzado
por los libros, por la cita literaria inesperada y la delectación morosa en la
palabra: en sus páginas trata el narrador con escritores (amigos y conocidos),
desmenuza sintagmas, aplica minuciosidad a los textos y el resultado no pesa sin
embargo: es ligero y casi portátil. Son particularmente divertidas las páginas
que se dedican a desentrañar el sentido último de los refranes (por ejemplo,
“la mujer y la cereza por su mal se afeitan”), o aquellas en se comentan los
deslices y dislates de grandes escritores. Algunos de los nombres que aparecen
en estas memorias literarias y sentimentales son los de Ricardo Senabre, Julio
Cortázar, Octavio Escobar Giraldo, Laura Restrepo, Dulce Chacón, Félix Grande,
José Saramago, Susana Martín Gijón o José Miguel Santiago Castelo...
También en Palabras recupera Viola
sus orígenes campesinos y rayanos; propone la rehabilitación del poeta pacense
Manuel Monterrey, al que pinta enflaquecido y lleno de piojos ya hacia 1956
(moriría más de siete años después), y sometido en su propia casa; comenta dos
viajes a Colombia y la disparidad de estilos y psicologías entre los autores
visitantes del Aula Literaria Guadiana de Don Benito, que durante más de veinte
años coordinó junto con el profesor José Carlos García de Paredes. Conviven en
suma en este libro el análisis ameno de textos y la risa abierta, el gusto por
la curiosidad etimológica, por el calambur, el equívoco lingüístico y la
inventiva verbal, y el recuento de anécdotas de la vida profesional.
Simón Viola enseñó, durante más de cuarenta
años, lengua y literatura en el Colegio Claret de Don Benito, donde fue
apreciado como profesor y admirado como ser de lejanías –incluso quienes
estudiamos allí y no lo tuvimos como profesor, a su labor al frente del Aula
Literaria Guadiana debemos de igual manera el descubrimiento en la adolescencia
de autores como Rafael Reig, Marta Sanz o Vicente Molina Foix.
En un momento de pesimismo o incertidumbre,
se pregunta el profesor Viola por la utilidad de su trabajo y habla de
“cientos, miles, millones de palabras gastadas sin que llegara a saber si
servirían para algo, si dejarían alguna huella en los alumnos, si contribuirían
a consolidar su identidad o su formación”. Pero es cierta la cita de H. B.
Adams que se reproduce en las primeras páginas del libro: “El profesor, como el
escritor, trabaja para la eternidad”.
Ángel Borreguero
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