viernes, 7 de agosto de 2009

La vida en la frontera




LA BASTARDA DE ESTAMBUL


Elif Shafak

Barcelona, Lumen, 2009, 381 págs.

Trad. de Sonia Tapia


En 2005 se inició en Turquía un proceso contra Orhan Pamuk, premio Nobel de Literatura de 2006, por las declaraciones del escritor a una revista suiza en que afirmaba: “"Treinta mil kurdos y un millón de armenios han sido asesinados en Turquía. Nadie se atreve a mencionarlo”. Un año más tarde, Elif Shafak fue acusada de insultar al pueblo turco por referirse al genocidio armenio en la novela La bastarda de Estambul, en aplicación del mismo artículo del Código criminal turco. Condenada a tres años de prisión, la misma pena a la que se enfrentaban su editor y su traductor, el caso fue sobreseído en septiembre de 2006 por falta de pruebas.

Nacida de padres turcos en Estrasburgo (1971), Elif Shafak residió en varios países, entre ellos España, debido al trabajo de la madre (diplomática). En la actualidad, vive entre Estambul y Tucson, donde trabaja como profesora en la Universidad de Arizona. Autora de novelas escritas en francés y en turco, La bastarda de Estambul es su segunda novela escrita en inglés.

La obra se abre con un texto enigmático que al repetirse en su cierre adquiere un sentido esencial en la narración: “Érase una vez un reino donde las criaturas de Dios eran tan abundantes como los granos de trigo, y hablar demasiado era pecado, porque podrías decir lo que no deberías recordar y podrías recordar lo que no deberías decir”.

Uno de los personajes de la novela, una muchacha armenio-americana, reconstruye uno de estos hechos que muchos turcos preferirían no recordar: acusados en una unánime campaña de prensa, instigada por el gobierno, de colaborar con el enemigo ruso, los armenios fueron masacrados en 1915 siguiendo métodos que más tarde repetirían los nazis en muchos otros lugares de Europa; en primer lugar capturaron a las élites (escritores, sacerdotes, intelectuales), luego se llevaron a los hombres en edad de combatir; finalmente, aldeas enteras fueron obligadas a emprender caminatas de exterminio a los desiertos de Siria e Irak. Pero así como los armenios recuerdan todo su pasado, los turcos conocen su historia a partir de 1923, año en que se crea el Nuevo Estado Turquí; antes de esta fecha, lo sucedido es atribuíble al Imperio Otomano, “otra era y otra gente”.

También en la familia Kazanci, formada por mujeres estambulíes solteras, viudas o separadas de sus maridos, se corre el riesgo de recordar lo que no se debería decir (y nosotros no podemos comentar). Sobre ella pesa, además, una maldición terrible por la cual todos los hombres mueren jóvenes, de modo que Mustafa, el único hermano varón, es disfrazado de niña “para engañar a Azrail, el ángel de la muerte”.

Escindida entre la fidelidad al Islam (oraciones, velos, encierro) y la atracción por Occidente (minifaldas, piercings, drogas) esta familia muy bien podría representar a toda Turquía, una nación de la que recelan las democracias occidentales por sus cimientos musulmanes y los países árabes por sus veleidades laicas. En todo caso, Estambul, la única ciudad intercontinental del mundo, en cuyo gran bazar, declaran las guías turísticas, se hablan más de treinta lenguas, vive su esquizofrenia cultural de imanes llamando a la oración al amanecer (“Orar es mejor que dormir”) y ultras cantando los himnos del Galatasaray (y mendigos adolescente inhalando pegamento), mientras por sus calles deambulan, además de miles de turistas, turcos, griegos, armenios, judíos, kurdos, circasianos, georgianos, pontios, abazas...


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