lunes, 20 de mayo de 2019

Juancho Viola






  El pasado domingo falleció en el hospital San Pedro de Alcántara Juan José Viola Cardoso después de haber sufrido días atrás un infarto de miocardio. Nacido en Alburquerque en 1940, Juancho, como le llamaban sus amigos, fue un apasionado de la caza (de su práctica y de su sostenibilidad), y formó parte de las más destacadas asociaciones cinegéticas internacionales, como el CIC, en las que representó a España. En 2012 recibió el premio “Jaime de Foxá” concedido por el Real Club de Monteros por su trayectoria en relación con la caza y la conservación de la naturaleza. Fue el Presidente de la Comisión de homologación de trofeos de caza y estadística cinegética de Extremadura.
   Vitalista, emprendedor, comprometido fielmente con toda su familia, con sus hermanos (Josefa, Francisco, Aurora, Ángel y Manuel), y con su esposa e hijos (Toñi Nevado, Manuel, Guadalupe, Enrique y Luis), Juancho se abrió, además de a las diversas modalidades de caza mayor y menor, a otras vocaciones, como la naturaleza de la Sierra de San Pedro, la colección de Guzzis de época, o de libros sobre caza antiguos y modernos: Libro de la caza de las aves, de Pero López de Ayala; Libro de la caça, del infante Don Juan Manuel, Veinte años de caza mayor, del Conde de Yebes; Viaje por los montes y chimeneas de Galicia, de José María Castroviejo o los tomos de Antonio Covarsí Vicentell (Narraciones de un montero y práctica de caza mayor, Entre jaras y breñales...). Tras varios trabajos en el sector, creó en Cáceres una empresa de tratamiento de madera (Pinar de Jola) que gestionó hasta su jubilación.
   Desde 1982, fue Cónsul Honorario de Portugal en Cáceres así como Comendador de la Orden del Mérito de Portugal. En 2009 se le concedió el premio hipanoluso FICIEX. Asimismo, es autor de una extensa obra sobre naturaleza y caza que apareció en prólogos, revistas especializadas, prensa y en diferentes libros en colaboración como La caza en Extremadura (1987), Caminos y veredas (1992) o El último de los primeros (1994).
   En 2010, la Editora Regional de Extremadura publicó Cartas a la Duquesa de Aveiro, un conjunto de cincuenta y dos estampas cinegéticas, publicadas antes en el diario Hoy por Joaquín Rodríguez Lara, insertas en un relato marco en que al narrador se le aparece la Duquesa en la sierra de  las Villuercas.
   Basados en experiencias vividas antes que en fuentes librescas, estos relatos dan respuesta de modo palmario a esa paradoja de que el cazador es un amante de los animales, a la vez que nos habla sobre la amistad y la naturaleza, sobre un patrimonio natural valiosísimo que es preciso preservar, sobre las culturas fronterizas, sobre la condición humana en un entorno en que ésta regresa a su forma primigenia y elemental. Y es que el ejercicio de la caza enfrenta al ser humano consigo mismo y trastoca las jerarquías sociales colocando en su verdadero lugar al buen guarda, al perrero eficiente, al conocedor experto de terrenos y aires, al humilde y sabio cazador de subsistencia, pero también al engreído escopetero capitalino o al predador voraz e insolidario.  
   Por los vastos espacios abiertos de los llanos de Cáceres, la campiña de Alburquerque o las sierras de San Pedro y las Villuercas acompañamos a este cazador enamorado de los viejos usos y las armas antiguas, preocupado por las nuevas amenazas (furtivismo, legislación), amante de los perros y de las comidas junto al rescoldo de una lumbre, atraído por los buenos conocedores del campo sea cual sea su rango social, atento al valor de las narraciones orales, seducido por la luz y sus fugaces cambios: “A veces, cuando el cielo está encapotado, por una rendija del horizonte, color vaca desollada, el sol sacará sus barbas de oro y dará una intensa candilada para a continuación tímidamente, ocultarse de inmediato” (249)
   La impresión final es que nos encontramos ante un cazador entusiasta cuya eficiencia no estamos en condiciones de calibrar, pero también, si el afecto no me ciega, ante un escritor notabilísimo que ha logrado ensamblar una obra valiosa por la singularidad de su estructura narrativa, por la perspectiva siempre bienhumorada y aguda de un talante afirmativo, por el encanto expresivo, el mestizaje cultural de una Raya bilingüe, el potencial poético del viejo léxico campesino (“querencias, trochas, encames, aguaderos, bañas, veredas, orillas, temperos...”) y una rara sensibilidad para captar las “emociones” del paisaje: “El sol ya se ha ido buscando saudades portuguesas. Los ruidosos rabilargos, después de beber, se retiran en pandilla. Poco a poco oscurece hasta llegar el lubricán. En ese momento el aire se mueve, hay ese leve viento que siempre precede a la salida de los astros. La luna llena asoma enorme por detrás del Cerro de las Cabras. El aire vuelve a calmarse. El decorado cambia, con la nueva luz, el oro por la plata. La paz es absoluta” (173).
   Para contrapesar estas horas de tristeza por su pérdida, reproducimos una divertida estampa marcada, como las demás, por las experiencias vividas, las referencias históricas y culturales a una antiquísima tradición cinegética, el ingenio y el humor.

LA CAZA DE LOS ZORZALES

         Admirada y querida Duquesa.
         Con lo de la  caza ocurre lo de siempre, Señora; hace años, cuando los cazadores de estos pagos oímos hablar de la afición de los valencianos a tirar tordos lo considerábamos caza a desdeñar. Quién nos iba a decir que tiempos vendrían que a falta de perdices, conejos y liebres nos daríamos con un canto en los dientes cuando encotráramos una buena entrada de zorzales. Qué cierto es aquello de que cuando no hay pan, buenas son torras.
         Al hilo de esta cuestión andaba el cazador reflexionando hace unos días, cuando Antonio Aires, o mais grande caçador-fadista, como si hubiera adivinado las magoas que le atenazaban, se presentó a hacerle una visita. Venía el hombre cargado de los mejores productos de la gastronomía mediterránea: una orza de sabrosas aceitunas, un haz de espárragos y una muy considerable percha de zorzales recién cazados. Visitas así no se presentan todos los días, pues vos, Duquesa, sabréis que entre los tributos que los príncipes venecianos del “Cinquecento” recibían de sus colonias griegas y chipriotas se incluían, como materias muy apreciadas, más de mil vasijas de barro llenas de aceitunas adobadas y de zorzales marinados en vinagre, hierbas odoríferas y un extracto de azúcar de los frutos de que estas aves se nutren. Con independencia de a quien fueran destinados, Antonio Aires, sin saberlo, ya que él solo tributa a la buena amistad, traía los presentes propios para un príncipe. Así es, y así son, duquesa, las buenas maneras de O caçador fadista.
-¿O Patricio, vosse podía dizer a este pobrecinho caçador onde é que encontrou o passo destes lindos passarinhos para eu la-ir com a mina caçadeira?.
         No sólo dijo donde, además se ofreció a acompañar. Y así, una mañana temprano, entre jirones de tenue niebla, flanqueados de milenarios acebuches, a la vera del padre Tajo, al cazador y a José Muñoz, ilustre cronista de Feria, que había venido a celebrar el acontecimiento, le comenzó a entrar, más que a tiro, a papo, el Turdus fihilomelos, zorzal común, malvís, tordea, charla o caga-aceite como también le llaman algunos. Pero el zorzal no es tonto; tiene buena vista y en cuanto uno se mueve para encarar, da media vuelta y se marcha por donde le parece. Hacer una buena percha de estas aves, duquesa es más complicado que freír huevos, y aunque hay quien tiene habilidad para una y otra cosa, no son todos los que saben tomarle los puntos debidamente.
         Con toda humildad he de confesaros, señora, que en esto del tiro al zorzal conozco de cerca uno que falla más que una escopeta de feria, y fue lástima porque los pájaros allí estaban, volando de uno a otro acebuche. En cambio, el cronista, que sabe poner el punto bien, tanto con la pluma como con la escopeta, dejó el pabellón del Ducado de Feria en el buen lugar que le corresponde.
         De regreso, el cazador, pensaba en las tordeas que había pillado de niño con los cepillos poniendo como cebo un gusano dorado. A veces, en lugar del charlo, picaba el real o Turdus Pilaris, y pocas, pero alguna vez, pilló al enorme Zothera Dauma o zorzal dorado, casi tan grande como una tórtola. El Turdus Iliacus era muy escaso y sólo se le veía al final de los inviernos, no habiendo forma de pillarlo con la trampa.
         -Ilustre cronista, ¿no decíais vos que una vez Don Lorenzo Suárez de Figueroa había cazado malvises, junto con Don Luis Zapata, en las riveras del Ardila?
         -No, no, yo lo que dije es que una vez el Duque de Feria había pagado, entre otras cosas, noventa varas de brocado carmesí a Don Luis Zapata por un esmerejón.
         -Bueno,  aunque no de zorzales tampoco fue mal negocio. ¡Menudo refajo!
         A la vista de los hechos, y si se lo permitís, señora, el cazador desearía retirar los prejuicios que sobre esta caza tenía e incluirla en su almario como muy digna. Tal vez vos, querida duquesa, sepáis perdonar estas, y otras, debilidades que el cazador, de tarde en tarde, tiene.

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