domingo, 20 de mayo de 2018

Necrosfera



NECROSFERA

César Martín Ortiz
Tenerife, Baile del Sol, 2018, 410 págs.

   Nacido en Salamanca pero radicado en Jaraíz de la Vera, César Martín Ortiz (Salamanca, 1958 – Jaraíz de la Vera, 2010) ha publicado hasta la fecha dos poemarios: Dedicatoria o despedida (Soria, 1989) y Toques de tránsito (La Coruña, 1995), a los que siguieron dos compilaciones de relatos, Un poco de orden (Premio de cuentos "Ciudad de Coria", Cáceres, I.C. "El Brocense", 1997) y Nuestro pequeño mundo (Mérida, Editora Regional, 2000). En 2004 apareció en un pequeño volumen, Reformas (Paso de Contarlo) (Plasencia, Alcancía, 2004), al tiempo que sus relatos se incorporaron a antologías del género como Ficciones. La narración corta en Extremadura (Mérida, Editora Regional, 2001), Relatos al atardecer (Mérida, Consejería de Turismo de la Junta de Extremadura, 2001), Gaveta de gavetas (Mérida, Editora Regional, 2006) y 5 lugares 5 relatos (Mérida, Consejería de Cultura, 2009). En 2015, la editorial tinerfeña Baile del sol apareció, finalmente, una antología póstuma de sus relatos bajo el título Cien centavos, al cuidado de José María Cumbreño.
   Ahora, la misma editorial publica Necrosfera, una extensa novela de estructura muy libre resuelta en doce bloques narrativos en apariencia autónomos (más un epílogo, un apéndice y una anotación final del códice español), que van engarzándose en la lectura de modo progresivo por la reaparición del protagonista de un bloque anterior, por episodios comunes o por la aparición de los mismos personajes en distintas épocas. Sobre el modelo narrativo de la literatura de anticipación científica, el escritor construye una trama inquietante que arranca con el turno rutinario del Vigilante de la Estación que acude a supervisar las consolas de  un edificio extraño cuya función desconoce. Con una sorda trepidación de mecanismos que de repente cobran vida, la Estación activa una noche un grupo de misiles que dirige hacia un objeto desconocido que ha irrumpido en el horizonte sin que nadie sepa a ciencia cierta qué sucede. Y es que nos encontramos en mundo postapocalíptico en que los hombres han olvidado el funcionamiento de las escasas estructuras supervivientes de la catástrofe. A este mismo entorno pertenecen las tribus que abandonan a los ancianos cuando por razones climáticas tienen que cambiar de emplazamiento, el niño que descubre en el barranco de los fusilados una nave que ha sido abatida por un misil (disparado desde la Estación), las tribus que asesinan a los mutantes, los perros asilvestrados en busca de presas, esqueletos de ciudades, ríos contaminados…
   Unidos por un personaje común, el Segundo Piloto, un joven hindú abducido cuando cumplió veintidós años, “coexisten”, según iremos descubriendo, dos universos, la Tierra, habitada por unos seres humanos que han regresado a los estadios más primitivos de la evolución (nomadismo, canibalismo, explicaciones míticas de la realidad…) y Madre, en donde residen Personas y Escientes que han conseguido un fase sólida de equilibrio evolutivo: abducen a seres humanos que creen merecedores de una vida más plena, ensayan con otros sometiéndolos a una bifurcación de sus destinos, trasvasan el cerebro de los ancianos sabios a un clon, una Persona o a un ser de otro planeta…
   Escrita con una prosa precisa tanto en la descripción de un mundo ajeno a la realidad y, por tanto, imaginario, como en la visión de un planeta que los hombres, empeñados en una deriva ciega y suicida, han asolado, la novela, como es frecuente en el género de ciencia ficción, explota el contraste entre un futuro fabulado y un presente asediado por graves amenazas. Pondremos solo un ejemplo: en Madre, una vez alcanzado un alto nivel de progreso, se han detenidos los cambios, de modo que los ancianos son considerados los especímenes más bellos (por más sabios) y su mente, como hemos dicho, es salvaguardada.  Por el contrario, en la Tierra el progreso acabó convertido en una serie tan vertiginosa e interminable de cambios constantes que los ancianos eran despreciados ya que su experiencia remitía a un mundo extinto.
   Pero las observaciones sagaces son constantes. Un personaje construye unas gafas de descanso, las que permiten ver los años de la juventud. El resultado fue que unos sintieron el orgullo de quien se ha sobrepuesto a una etapa desdichada, a otros los condenó a la nostalgia, a otros al suicidio, otros, en fin, permanecieron impasibles (los “que pasan por la vida como una alegre musiquilla trivial que a nadie exalta ni molesta”).
   Reproducimos un fragmento que describe un paisaje terrestre tras la catástrofe.

  “Por fin he hallado un ciudad humana, pero se trata de una ciudad muerta. He bajado a un valle que en tiempos debió de ser un lugar inmejorable para vivir, pero está completamente contaminado. No he hallado el menor atisbo de vida animal ni vegetal, solo ruinas arquitectónicas y una naturaleza también arruinada. Hay gigantescas estructuras metálicas que se mantienen en pie, a lo largo de kilómetros cuadrados, a las orillas de un río podrido. Hay zonas residenciales reducidas a escombros y miles de vehículos terrestres convertidos en chatarra. Hay esqueletos de animales y de hombres, y algunos de estos últimos están desarticulados, lo que me hace pensar en el canibalismo. No he hallado ninguna bicicleta ni esqueletos de animales de tiro o de silla, como caballos o dromedarios. O bien no existieron o bien los pocos privilegiados  que contaban con uno de estos animales o con un vehículo de tracción humana fueron los únicos que lograron escapar del infierno.” [p. 96].

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