sábado, 28 de marzo de 2020

Cuentos de ida y vuelta (II)


CUENTOS DE IDA Y VUELTA

Mónica Lavín / Octavio Escobar
Mérida, Editora Regional de Extremadura, Col Vincapervinca, 2010, 305 págs.
Edición, introducción y notas de Antonio María Flórez

   Cuentos de ida y vuelta, que publica ahora la Editora Regional de Extremadura en su colección Vinvapervinca, reúne dos libros de cuentos: El sombreo negro, de la escritora mexicana Mónica Lavín, y Ouija y otras ficciones del colombiano Octavio Escobar. En la amplia y documentada Introducción que abre el volumen (“El cuento de allá”), Antonio María Flórez traza un recorrido sobre el género en Hispanomérica para centrarse después en  los países de los autores seleccionados. En el caso mexicano, el estudioso, al referirse al  panorama más inmediato recoge dos citas que reproducimos: “Veinte años después, Ramón Alvarado [“El crack: veinte años de una propuesta literaria”] reflexiona sobre su papel como un movimiento de importancia en la transmisión hacia el nuevo siglo de la literatura mexicana: ‘Esta es una literatura a partir de la cual podemos hacer un balance de los cambios más importantes de los aspectos culturales, sociales, ideológicos” ocurridos en el país en los últimos años y concluir adhiriéndose a lo expresado por Chávez Castañeda [El cuaderno de las pesadillas]: ‘La expedición a la narrativa mexicana del tercer milenio termina donde el porvenir comienza. Ante nosotros quedaron abiertos una infinidad de posibles futuros” y una narrativa, una cuentística, de gran vigor y auspicioso futuro” (“El cuento mexicano", p. 41].
   Dentro de este prometedor panorama del género, Mónica Lavín (Ciudad  de México, 1955) es una de sus más destacadas representantes. Bióloga de formación y profesora-investigadora desde 2005 de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México en la Academia de Creación Literaria, ha conducido varios programas de entrevistas a escritores tanto en radio como en televisión y es columnista del diario El Universal. Desde 1986 en que aparece su primer volumen de relatos, Cuentos del desencuentro y otros, ha desarrollado una nutrida trayectoria con obras ensayísticas (Apuntes y errancias, 2009; Cuento sobre cuento, 2014…), novelas (como Café cortado o Yo, la peor sobre Sor Juana Inés de la Cruz, ambas premiadas) y, de modo especial, el cuento, con títulos como Nicolasa y los encajes (1991), Ruby Tuesday no ha muerto (1996), Uno no sabe (2003), La corredora de Cuemanco y el aficionado a Schubert (2008), Pasarse de la raya (2011) o Manual para enamorarse (publicado en España en 2012 y en México en 2013).
   Sobre el género que ha cultivado de modo preferente, el editor literario recoge un par de citas que definen su concepción del relato: “El cuento es un género de intensidad… es un género de golpe” mientras que la novela es un género ‘de acumulación hasta crear personajes con una estructura que sea poderosa y que cuente una historia […] el cuento es un género en vilo, anda por la cuerda floja con la gracia perfecta del equilibrista, la caída es mortal o inapelable. Nada debe sobrar, nada debe faltar al cuento y sin embargo debe denotar una prosa tersa y fluida. La dosis entre lo descarado y lo oculto es la facultad de la intuición y el oficio”[pp. 59-60].
    El sombrero negro reúne diez relatos que vienen a confirmar estas consideraciones. De uno de ellos, “Uno no sabe”, reproducimos la apertura en que el narrador, un niño, sufre una pérdida irreparable que le llevará a crecer urdiendo una terrible forma de venganza.


UNO NO SABE

   “Uno sabe que un día se irá a la cama y cuando despierte papá pondrá los cereales en la mesa nervioso y sin haberse rasurado, las hermanas hablarán en voz baja y nadie dirá que mamá no está. Uno se irá a la escuela pensando que la verá al volver, pero será Trini quien abra la puerta del departamento, sirva la sopa fideo y rezongue porque de ese día en adelante le toca disponer como si fuera la señora de la casa. Uno piensa que alguien lanzará algo, un quejido, una pregunta, un plato porque una madre no puede irse así. En vez, las hermanas acarician la cabeza de uno, y papá llega por la noche a preguntar sobre la escuela y el futbol con impostado interés. Sentado al borde de la cama no se fija que uno no se lavó los dientes y parece que va a comenzar a explicar algo, pero los ojos se extravían entre las repisas con coches de juguete y suelta un buenas noches apresurado. Uno no sabe que el silencio será la explicación, que todos andarán como si la voz de la madre ausente fuera humo, como si los domingos siempre hubieran sido cuatro a la mesa, como si vendieran los calcetines con hoyos y fuese normal que Trini lo llevara al doctor en un taxi. Y uno irá a la escuela con los ojos como platos, con el asombro pegando las pestañas a los párpados porque nadie se ha atrevido a llorar, a patear las puertas, porque el único cambio visible son las fotos removidas. Sólo en el buró del padre está una en blanco y negro donde se miran los dos alegres, sentados en una banca. Vestigios de su madre en el cuarto que poco frecuenta uno, porque más vale no naufragar en el tamaño de la cama, en la doble almohada ni tras las puertas del clóset. Uno ni siquiera sabe si allí todavía cuelgan sus vestidos porque las hermanas se han encargado de echar llave, y son ellas las que van a los festivales de la escuela, firman las calificaciones, hablan con las maestras. El padre callado pasea por la casa como telón de fondo; uno supone que es la única forma posible de aceptar que no hubiera un beso de despedida” [pp. 179-180].

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