miércoles, 17 de marzo de 2021

Madres e hijos

MADRES E HIJOS

Theodor Kallifatides

Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2020, 173 págs.

Traducción de Selma Alcira

   Nacido en Moloai (Laconia, Grecia) en 1938, Theodor Kallifatides emigró a Suecia en 1964, en donde se licencia en Filosofía por la Universidad de Estocolmo, en la que ejercería como profesor. Autor de libros de poemas, novelas, libros de viaje y obras de teatro, ha realizado una notable de traductor de literatura griega al sueco y viceversa. Sus narraciones, premiadas varias veces en los dos países, destacan por una marcada biográfica, algo patente una vez más en su última novela, Madres e hijos, que alterna dos narraciones desarrolladas de modo alterno. La primera de ellas se abre con el viaje del autor, que relata los episodios en primera persona, desde Estocolmo (en cuyo aeropuerto sufre la recriminación de emigrantes griegos por la mala imagen que da de Grecia en sus novelas) a Atenas para visitar a su familia, la madre viuda, una persona nuclear en su vida, y su hermano con su esposa y los sobrinos. Esta trama, que se nutre de numerosos recuerdos familiares de la madre, se ve interrumpida con la lectura de una biografía de su padre, hijo de una familia necesitada que consigue terminar una sencilla carrera de magisterio, en la que narra una vida zarandeada por las dos guerras mundiales en las que fue una más de las numerosas víctimas inocentes de la locura bélica: deportado de Turquía tras 1918 (como padecieron las minorías étnicas griega y armenia), obligado a combatir en las filas alemanas, perseguido por fascistas griegos acusado de comunista, expulsado de numerosos destinos como maestro de escuela, encarcelado y condenado a muerte en Esparta… Reproducimos el arranque de la novela en el que ya puede percibirse la implicación emocional del autor con unos personajes sacudidos por la vesania homicida de las dos guerras mundiales.    

 

Punto de partida

    Cuando era niño pensaba que moriría antes que mi madre, de acuerdo con el principio aquel de que el árbol sobrevive a su fruto.

   Con el tiempo entendí el orden lógico o por lo menos natural de las cosas, y entonces tuve otro problema: ¿acaso podía causarle a mi madre una tristeza tan grande como mi muerte?

   Ese pensamiento me hizo ser prudente y cauteloso. Mis juegos nunca fueron especialmente osados; por lo general procuraba estar cerca de ella, algo que ella me recuerda con frecuencia, cuando la llamo por teléfono los sábados.

   Ella vive en Atenas. Yo vivo en Estocolmo desde hace alrededor de cuarenta y tres años.

   Esas llamadas telefónicas son un ritual entre nosotros. Lo mejor es hacerlas por la mañana, cuando ya se ha levantado de cama y está sentada abrazando su café. Suele ponerse la taza en la barriga. Se bebe el café a sorbos pequeñitos pequeñitos por miedo a que pueda estar amargo. Tres cucharaditas de azúcar es lo mínimo.

         —Hola, mamá, soy yo —digo cuando levanta el auricular. Si está de buen humor me responde con alguna rima. Si no está de buen humor, se pone de buen humor.

         —¡Qué alegría oír a mi hijito, el pequeñito, el que vive en el extranjero y llama a su mamá, ahora anciana ya!

   Alguien podría pensar que siempre canturrea la misma tonada, pero no es así. A sus noventa y dos años conserva la capacidad de jugar con las palabras. Inmediatamente después, expresa su pesar.

         -Tú, que no te separabas de mi falda, te fuiste tan lejos.

   No es una recriminación, simplemente no lo entiende. Tampoco yo lo he entendido. Me fui de mi país, pero ¿qué quería dejar atrás?

   No hablamos más de eso. Las cosas son como son. Mi madre lo sabe. Siempre lo supo. No está en su espinazo. Esto es su espinazo: el estoicismo heredado, el talento de permitir a las pequeñas alegrías paliar las grandes tristezas. La taza calentita de café que reposa sobre su barriga es un inmenso consuelo, y sobre todo si tiene cuatro cucharaditas de azúcar.

   En pocas palabras, como ambos sabemos que las cosas son así, hablamos de otros temas”. [pp. 7-8].

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