jueves, 22 de diciembre de 2016

Viaje a Colombia (y IV)

IMPRESIONES DEL VIAJE

   Siempre resulta de interés saber no solo cómo nos vemos a nosotros mismos sino cómo nos ven los demás. En cierta ocasión, le pedí a una alumna australiana recién llegada al Colegio que escribiera un texto sobre los aspectos de la vida española que le habían sorprendido o extrañado. Un resumen de sus "sorpresas" sería el siguiente: vestimos y comemos muy bien (pero muy tarde), hablamos muy alto toqueteándonos constantemente, los hijos tardan mucho en independizarse, es frecuente que en una misma casa convivan familiares de tres generaciones (abuelos, hijos, nietos), estamos más tiempo en la calle que en casa (excepto a la hora de la siesta en que ¡hasta cierran los comercios!), en contra de lo que creemos apenas hay inmigrantes, los jóvenes pasan las noches de los fines de semana fuera de casa, los padres entran a bares y cafeterías ¡con sus hijos pequeños!… 
   Pues bien, en esta ocasión me propongo hacer algo similar, dar unas sucintas impresiones de mi viaje a Colombia desde la perspectiva de un observador externo.


   Ya en un viaje anterior me sorprendió la generosidad de los escritores para regalar sus libros (la viuda de un poeta fue dejándome en el hotel todos los libros de su marido). En esta ocasión ha pasado lo mismo (volví con más de cuarenta libros). El desprendimiento con que se comportan tiene, a mi juicio, una segunda explicación: las carencias en la distribución son aun mayores que en España y apenas hay relación editorial entre naciones limítrofes. Es frecuente ver a los escritores con bolsas o mochilas llenas de ejemplares que van repartiendo a colegas y críticos.


   Antes del viaje, había dedicado los meses de verano a leer literatura colombiana (especialmente, narrativa). Cito algunos títulos que me parecen no solo dignos de mención sino muy por encima de nuestros marías y mendozas y revertes: La vorágine (que ya había leído), una novela fundacional de José Eustasio Rivera, Diario de Lecumberri (escrito en esta cárcel mexicana por Álvaro Mutis), El eskimal y la mariposa de Nahun Montt (premio nacional de novela “Ciudad de Bogotá”, un durísimo reflejo de la capital colombiana bajo la violencia), El día señalado, de Manuel Mejía Vallejo (premio Nadal de 1963), El ruido de las cosas al caer (premio Alfaguara de 2011), de Juan Gabriel Vásquez, pero también su libro relatos (Los amantes de todos los santos) y sus demás novelas (Los informantes, Las reputaciones, La forma de las ruinas…), Metatrón y En esta borrasca formidable, de Philip Potdevin, La Oculta y El olvido que seremos, de Héctor Abad Faciolince, Delirio (premio Alfaguara de 2004) y Pecado, un libro de relatos que su autora, Laura Restrepo, presentó en la feria, Después y antes de Dios (de Octavio Escobar, del que creo haber leído todo lo que ha escrito y que recibió por esta novela el premio nacional de narrativa del Ministerio de Cultura precisamente durante la Fiesta del Libro de Medellín), El cine era mejor que la vida, de Juan Diego Mejía, director de la Feria del Libro…, pero también leí, antes o durante mi estancia allí, a poetas como Nelson Romero (premio nacional de poesía de 2015), Lucía Estrada o Uriel Giraldo, nombres que, junto a otros muchos, configuran una aportación de primer orden a la literatura escrita en español.


   En los actos propios de la feria del libro, a los que asistí y en los que participé, prima la espontaneidad sobre la programación: el resultado es que se desarrollan con naturalidad, algo muy de agradecer, pero tienden al desorden. Pondré un solo ejemplo: en Manizales, la organización había incluido en el programa una “mesa redonda” (un conversatorio) sobre novela negra. Alonso Aristizábal, el presentador, se presentó cuando los participantes llevaban quince minutos conversando, pidió excusas, presentó (entonces) el acto y le dio la palabra a Susana Martín Gijón (que acababa de hablar); otro de los contertulios, Ramón Illán, en lugar de responder a la pregunta del moderador, recordó una serie de crímenes sucedidos en Santa Marta (su ciudad natal, la del tranvía) y por qué los había rechazado como materia novelesca, Gonzalo España habló a continuación y terminó su intervención anunciando que se marchaba porque temía perder el avión. Nadie mostró el más pequeño signo de extrañeza.


      Si Manizales es una ciudad hermosísima (con una feria calcada de la de abril de Sevilla: toros, jinetes (y amazonas) por las calles céntricas, coches de caballos, peinetas y faralaes), Pereira es una ciudad grande pero anodina y Medellín, una ciudad desmesurada con enormes desigualdades: un sur que acoge a las grandes fortunas, con chalés ajardinados, bloques y hoteles de muchas plantas que suben por la ladera de la montaña entre amplias zonas verdes, y un norte plagado de comunas en que se apiñan en precarias viviendas millones de desheredados donde malviven jóvenes sin futuro empujados a la delincuencia común o captados por los narcotraficantes y convertidos pronto en sicarios. Frente a las ciudades, la naturaleza de Caldas y Antioquia es exuberante, tanto la de aquellas áreas cultivadas por el hombre (extensísimos cafetales, haciendas ganaderas) como las zonas que todavía no ha podido dominar (así, el espectacular parque nacional de Los Nevados en que se levanta el Nevado del Ruiz con 5311 metros de altitud). Sorprendentemente, los escritores colombianos muestran un insólito desinterés por este territorio, que parece recién creado por Dios, cultivando una literatura eminentemente urbana (en ello, hay una razón estética: en literatura, los hijos matan a los padres; la generación en pleno proceso creador en estos momentos se ha consolidado rechazando las propuestas de una generación anterior que mostró un marcado interés por lo rural).


   El resultado final, por lo que pude ver (regresé antes de la clausura de la feria), puede calificarse de exitoso, aunque no en todas las actividades (con su mezquindad habitual, la SGAE colombiana consiguió arruinar un concierto que, ante la cantidad exigida a la organización de la feria en Manizales, hubo que cancelar) y la acogida que nos dieron fue en todo momento afabilísima. A las actividades propias de cualquier feria del libro (conferencias, presentaciones, mesas redondas -que ellos llaman conversatorios-, espectáculos para niños y jóvenes, conciertos…) se sumaba el contacto directo con los escritores (con los que me reencontré y con los que conocí ahora: Laura Restrepo, Octavio Escobar, Ramón Illán, Magela Baudion, Juan Calzadilla, Guillermo Martínez, Piedad Bonett, Gonzalo España, Triunfo Arciniegas, Lucía Estrada, Orlando Mejía, Nelson Romero, Philip Potdevin, Juan Diego Mejía, Irene Vasco, Adalberto Agudelo, Orlando Mejía, Patricia Acosta, Samuel Vásquez, José Miguel Alzate, Octavio Arbeláez…), las constantes invitaciones a comer fuera del hotel…, en un entorno marcado por dos temas de conversación, la actuación de la selección colombiana en los partidos de clasificación para el Mundial de Moscú de 2018 y el tratado de paz con la guerrilla; si el primero unía a todos, el segundo los dividía en dos facciones (los que, a pesar de todo, apoyaban el proceso, y los que consideraban la oferta del gobierno como una derrota humillante ante una guerrilla ya vencida). Ojalá tengan éxito en el segundo empeño y en el primero disputen la final con España (y gane el mejor).



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