sábado, 11 de julio de 2020

El paraíso difícil


EL PARAÍSO DIFÍCIL
Siete años en Extremadura (2013-2019)

Eduardo Moga
Barcelona, Godall Ediciones, 2020, 487 págs.


   Eduardo Moga (Barcelona, 1962) es autor de una notable y dilatada trayectoria poética que arranca con Ángel mortal (1994) y La luz oída («Premio Adonáis», 1996) y ha sido recogida en una antología reciente, El corazón, la nada (Antología poética 1994-2014), con prólogo de Jordi Doce, la crítica literaria que ha ejercido en revistas como Letras Libres, Cuadernos Hispanoamericanos, Revista de Occidente, Ínsula, Turia o Quimera y ha recogido en volúmenes como De asuntos literarios (2004), Lecturas nómadas (2007), La poesía de Basilio Fernández: el esplendor y la amargura (2011), La disección de la rosa (2015), Apuntes de un español sobre poetas de América (y algunos otros sitios) (2017), Homo legens (2017) El sonido absoluto (2019) o la edición (fue codirector de la colección de poesía de DVD Ediciones desde 2003 hasta 2012).
   Otros géneros en prosa cultivados por el escritor han sido el libro de viajes, con títulos como La pasión de escribil (La isla de Siltolá, 2013) y El mundo es ancho y diverso (Baile del sol, 2017), y los diarios: Corónicas de Ingalaterra. Un año en Londres (con algunas estancias en España) (La isla de Siltolá, 2015), Corónicas de Ingalaterra. Una visión crítica de Londres (Vasarek Ediciones, 2016).
   Ahora, la editorial catalana Godall publica El paraíso difícil, que recoge entradas de su blog Corónicas de España entre las fechas citadas en el subtítulo, 2013 y 2019, repartidas en tres bloques: “Antes de vivir allí”, “En Mérida”, las más numerosas, y “Tras mi regreso a Cataluña”. El paraíso difícil es un diario, uno de los géneros que mejor se ha adaptado a las nuevas plataformas de difusión literaria, con una marcada propensión viajera, pues, salvo las ciudades situadas al sur de la provincia pacense casi toda la región ha sido visitada por el autor y no solo por sus cometidos institucionales como director de la Editora Regional y coordinador del Plan de Fomento de la Lectura entre febrero de 2016 y abril de 2018. Su relación con Extremadura es, por tanto, muy estrecha (posee una residencia en Hoyos, había publicado El desierto verde en la Editora Regional en 2012…), pero, a pesar de ello, contempla Extremadura desde una perspectiva “foránea”, ese punto de vista inaccesible para nosotros (un inciso: en cierta ocasión le pedí a una alumna australiana matriculada en el curso del que era profesor y tutor un texto con sus impresiones sobre el país que acababa de conocer; en síntesis, opinó que vestíamos y comíamos muy bien, que hablábamos en voz muy alta toqueteándonos constantemente, que los jóvenes vivían las noches de los fines de semana en la calle, que en las casas residían con frecuencia familiares de tres generaciones…, pero lo que más le sorprendió fue que en la noche del 5 de enero unos hombres, disfrazados de reyes y montados a caballo, arrojaban a los niños calamares). Pues bien, desde esta perspectiva “lejana”, con una notabilísima capacidad de observación y una prosa pródiga y copiosa atenta a todo tipo de sensaciones, Eduardo Moga dibuja en este extenso libro que difícilmente se somete a los resúmenes una región de la que sobresalen en unos casos la bronca belleza del paisaje (como el valle del Jerte: “su inmensa cicatriz recorre la tierra con una áspera amabilidad, como si quisiera regalar a un tiempo, dureza y sustento, agua y piedra, ligereza y dolor”), pintorescos hábitos (“Esta parece una costumbre de los museos pacenses: que nadie  los visite nunca”) junto a divertidas apreciaciones (“Eugenio Hermoso pinta niñas sonrientes; de hecho, todos los personajes que pasan por su pincel sonríen: parecen norcoreanos”), anécdotas casuales (un mendigo en Mérida: “Vendo poemas. Un céntimo”), reflexiones (“La educación no es otra cosa que la represión del yo”, “Compruebo, una vez más, que la memoria es creativa”), destellos poéticos (“En las calles de Plasencia resuena, recién lavada, la oscuridad”) y consideraciones afables (“La amabilidad extremeña, de nuevo. Una amabilidad alguna de cuyas manifestaciones no hemos encontrado en ningún otro lugar del país, ni acaso del mundo”).
   Reproducimos un par de fragmento de la última entrada del diario, el prólogo al libro, en que se dilucida el sentido del título.

   “Extremadura se convirtió, poco a poco, en otro espacio mío, en otro albergue, en otra piel. Y que estuviera tan lejos de Barcelona me favorecía: me permitía sentir que me alejaba de cuanto me oprimía, de cuanto me entristecía, de cuanto me cansaba: de lo conocido y lo aborrecido. Mientras mis vecinos y compañeros de trabajo se iban los fines de semana a su segunda residencia en la Costa Brava o la Costa Dorada, nosotros nos aprestábamos, en vacaciones y otras fiestas de guardar, para una expedición que había de cruzar la península ibérica. De Extremadura me cautivaba la amabilidad de la gente y la maravilla del paisaje, silencioso, hipnótico, de exuberancia aún sin desbastar. Y, sobre todo, me seducía cierta sensación de virginidad, de pausa y primitivismo -sin que eso tenga ninguna connotación negativa: lo primitivo es puro y esencial- que yo no hallaba en ninguna otra parte conocida de España […] Extremadura es un paraíso difícil: una tierra en que conviven los placeres y las injusticias, el afán de progreso y las servidumbres históricas, el esfuerzo y la indolencia, la feracidad de la naturaleza y la tragedia de despoblación, las autopistas excelentes y las comarcas abandonadas, la voluntad de ser y la necesidad de marcharse para lograrlo, el turismo y la pobreza, la modernidad y el arcaísmo, el trabajo bien hecho y el trabajo anclado en un pasado polvoriento” [pp. 11-13].

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