jueves, 19 de marzo de 2009

Humor e ironía cervantinos



EL VIAJE DEL ELEFANTE

José Saramago
Madrid, Alfaguara, 2008.
Traducción de Pilar del Río.

Interrumpida su redacción por una grave enfermedad de la que felizmente se ha restablecido, El viaje del elefante es la última novela publicada por José Saramago (Azinhaga, 1922), el premio Nobel luso que decidió abandonar su residencia en Portugal después de que el gobierno vetara su presentación al Premio Literario Europeo en 1991 alegando que El Evangelio según Jesucristo, por entonces recién aparecida, ofendía a los sectores católicos. A partir de este año, Saramago, que había iniciado en 1986 una relación sentimental con su traductora, la granadina Pilar del Río (a quien va dedicada la novela que comentamos), vive en Lanzarote, pero mantiene una relación también cercana con Extremadura al presidir durante varios años sucesivos uno de los jurados de los premios “Extremadura a la creación”.
El viaje del elefante viene a sumarse a una extensa trayectoria de títulos tan destacados en la literatura de occidente como Memorial del convento (1982), El año de la muerte de Ricardo Reis (1984), La balsa de piedra (1986), Ensayo sobre la ceguera (1995) o Todos los nombres (1997), y no faltará quien considere la novela aparecida ahora como un título menor frente a la altura literaria de estas obras y a la profunda gravedad de los problemas que abordan. Es cierto que El viaje del elefante desarrolla una trama más ligera que parece marcada por un propósito lúdico, en donde el humor y la ironía impregnan toda la narración. El propio autor cuenta en una nota el hallazgo casual de la idea que está en el origen de la narración. Sucedió cuando Gilda Lopes Encarnacão, lectora de portugués en la Universidad de Salzburgo, invitó a Saramago a una lectura con sus alumnos. Más tarde, en un restaurante, el escritor portugués vio un grupo de pequeñas figuras de madera puestas en fila que sugerían un viaje (la primera, la torre de Belém; la última, un edificio de Viena). Las tallas recordaban un hecho histórico real: el regalo de un elefante donado por el rey portugués don Juan III al Archiduque Maximiliano de Austria, primo de la reina consorte portuguesa, Catalina de Austria.
Arranca así una expedición formada por el cornaca, treinta soldados al mando de un capitán, una carreta de bueyes para transportar heno y agua, y un grupo de serviciarios para ayudar en los pasos difíciles. Su primer destino es Valladolid en donde se encuentra el Archiduque, pero el viaje continuará en un sinuoso itinerario en que el animal y su insólita comitiva pasarán por Génova, Piacenza, Mantua, Padua, Bressanone, Innsbruck, Linz y, finalmente, Viena. Frente a los ámbitos claustrofóbicos de una novela como Todos los nombres, nos encontramos ahora ante una trama de espacios abiertos, bajo la niebla, la lluvia y el ardiente sol de Castilla, por el mar turbulento, bajo las ventiscas y nevadas alpinas, por los plácidos ríos navegables de Austria.
Si bien los episodios se sitúan en 1551, cuando Cervantes tiene cuatro años de edad, son numerosos los rasgos que, como homenaje o influencia asumida, permiten calificar la narración de cervantina: su condición de relato itinerante y episódico (sucesos en la aldea portuguesa, en Figueira de Castelo Rodrigo, en Padua, aventuras en el camino...), el humor constante..., a la vez que este insólito empeño tiene mucho de quijotesco: llevar hasta Centroeuropa, por el mero propósito de complacer la curiosidad del pueblo, a un animal “imposible”, pues “el elefante nunca podría ser producto de una imaginación, por muy fértil o propensa al riesgo que fuese. El elefante, simplemente, o existía o no existía”. Y es que nos encontramos en plena época de los descubrimientos, con unas gentes desconcertadas entre el mundo mágico medieval de dragones, unicornios y basiliscos, fantásticos pero familiares, y las noticias, aunque reales más increíbles, del nuevo mundo (elefantes, llamas, loros parlanchines...).
“Siempre acabamos llegando a donde nos esperan”, afirma la cita que abre la novela, procedente de un supuesto Libro de los itinerarios, una inquietante formulación premonitoria que puede traducirse en el sentido de que al final del viaje nos aguarda ineludiblemente la muerte, como, a la postre, le sucedió al elefante, pero el desenlace de la novela no es en modo alguno sombrío ni la aventura se presenta como un afán estéril. Al fin y al cabo, considera el narrador con tanto humor como ternura, la Archiduquesa, hija de Carlos V, llegó a Viena encinta.

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