miércoles, 26 de junio de 2019

Tres margaritas




TRES MARGARITAS Y TREINTA Y TRES RELATOS CORTOS

Javier Velilla
Madrid, Ed. Doce Calles, 2019,164 págs.
Prólogo de María del Mar Gómez Fornés
Fotografías de Javier Velilla, Inés Velilla, Macarena de Mergelina Robatto y archivo Doce Calles


   Nacido en Don Benito en 1964, Javier Velilla es un ingeniero agrónomo que ha residido por razones laborales en Madrid, Valencia, Oxford y en Arabia Saudí. Su primera novela, Ni una puta foto (Madrid, Vivelibro) apareció en 2017. Ahora la editorial madrileña Doce Calles publica Tres margaritas y treinta tres relatos cortos en edición bilingüe (inglés y español) con un prólogo de María del Mar Gómez Fornés, quien define el libro como “una recopilación de pequeñas historias que exploran los límites del microrrelato. Una ráfaga de propuestas literarias cargadas con las vivencias y anhelos que han marcado al autor en los últimos dos años, rodeado por un desierto implacable y una cultura desconocida, rebosante de enigmas y contradicciones. Historias que huelen a cuero, a pelo de mujer árabe, a besos robados, a rostros que se esconden tras un velo impenetrable y sueños que se rompen; a esperanza y desencanto, a dolor y a amor. A amor imposible, a principios, finales y a la amargura sutil que provoca el tiempo que no se para”.
   Reproducimos una de las composiciones.

FRONTERAS
Diario de viaje.

   Jordania. En la carretera del desierto, camino de Petra, paramos a comer en el restaurante Karaban Sarai, y me sorprende que todo el mundo me hable en español. Ali, que es el dueño, me lo explica: su hijo, Sotgui, lleva el nombre de su abuelo jordano, que estudió farmacia en Salamanca, donde se enamoró y se casó con Anselma, la madre de Ali.
   Después de una comida excelente, tomamos café, me enseñan orgullosos sus pasaportes españoles y me dicen preocupados que no entienden lo que pasa en Cataluña, y me hablan de la Constitución que juraron.
   Salgo de local, un poco alucinado, mientras Ali grita “Viva España” y “Visca Catalunya” a mis espaldas. Digo “Viva” sin volver la vista atrás y seguimos camino de la fortaleza de Shoubaq, o del Monte Real, que es nuestra próxima parada.
   No todos tenemos que pensar igual, vivo mi vida sobre la base de esa creencia, para mí indiscutible, y disfruto de la diversidad que me rodea. Trabajo, cada día, con gente de 20 países distintos, o más, hace tiempo que perdí la cuenta, de todas las religiones y colores, en un país donde no hay libertad y cada día descubro, una y otra vez, fascinado, que todos somos iguales, que todos somos diferentes.
   Ayer visitamos la frontera a los pies de los Altos del Golán. Una valla infame y dolorosa, orgullosa en su amenazante presencia, asquerosa. Allí huele a muerte, a odio y a miedo. Aún hay un campo sembrado de minas, esperando, agazapada, para volver a matar. Y mirando este paisaje difícil de describir he sabido, otra vez, que no quiero más fronteras” [p. 68].

miércoles, 12 de junio de 2019

lunes, 10 de junio de 2019

Adiós, muchachos



Adiós, hermanos, camaradas y amigos,
despedidme del sol y de los trigos.
(Miguel Hernández).

“Nadie podrá decir de mí: ‘ese pasó sin pena ni gloria’.
No, pasé con ambas. Con una entretuve a la otra,
las engañé a las dos”.
(Luis Landero. Juegos de la edad tardía).


   Tenía veintidós años cuando comencé a dar clases en septiembre de 1978 en el Colegio Claret de Don Benito, uno de los centros privados-concertados de mayor prestigio de la región (desde hace años aparece entre los cien mejores centros privados de España en el suplemento de Educación del diario El mundo). A veces, en ciertos momento de estúpida presunción, me da por pensar que he contribuido a ese prestigio, consciente, sin embargo, de que en sus cien años largos de existencia uno no ha sido más que una palabra de una línea de un párrafo de un capítulo de un libro (y si me dieran a elegir, escogería la palabra más hermosa del castellano, “Sí”, la que pronunció mi padre antes de morir: lo sé porque yo estaba allí). Sus profesores, de los que uno tanto ha aprendido, sobresalen por su entrega, su solvencia profesional y su calidad humana. Pero hoy, en un atribulado día de despedida, quiero hablar de los alumnos. Los que aparecen en las tres fotografías siguientes son chicas y chicos de cuarto de ESO, la última promoción a la que daré clase y que, por ello, encarnan para mí a todos los alumnos que he conocido en cuarenta años de práctica profesional. Mucho podría decir sobre esta tarea que me ha embargado durante cuatro décadas, pero prefiero ceder la palabra a una autoridad indiscutible que, además, conoció de primera mano la enseñanza media y la universitaria. Se trata de José Manuel Blecua (Zaragoza, 1939) que fue primero catedrático de instituto y, más tarde, profesor de la Universidad Autónoma de Barcelona (y director de la Real Academia de la Lengua entre 2010 y 2015): “Reivindico esa labor, incluso social, del profesor de instituto, ya que creo que, junto con el maestro de enseñanza primaria, son piezas vitales de la educación de un país. Luego la Universidad tiene sus alicientes, pero no es comparable. El progreso en el conocimiento resulta enorme a esa edad. Usted toma a un alumno de diez años y lo devuelve a la sociedad con dieciocho, convertido en otra persona completamente distinta. ¡Cómo no va a ser apasionante ese trabajo!”.
   En una composición de Clamor (1963) titulada “Mucho tiempo”, Jorge Guillén da entrada en el texto a unos jóvenes (como los de la fotografía) con los que se cruza: caminan de prisa, conversan y ríen movidos por un impulso, piensa el poeta, “que no me fue ajeno”, mientras él, ya anciano, avanza lentamente ayudado de un bastón. Y eso es todo lo que sucede en el poema. Ahí van, concluye el poeta, los “millonarios temporales”, los verdaderos adinerados de la tierra, dueños como son de un futuro sin confines: “El tiempo se alarga infinito / frente a estas fuerzas juveniles. / A través de su propio mito / disponen de mundos por miles”.



   Ahí están, con la misma edad, crecidos en entornos similares, pero “entre dos vidas próximas no hay más que algún abismo”: egoístas a ratos y casi siempre solidarios, indolentes y laboriosos, tímidos y desinhibidos, sociables y huraños, respetuosos y burlones (“Simón, un hombre se mantenió media hora debajo del agua sin ninguna ayuda”; “¡Mantuvo!”; “No, no, sin tubo; je, je”), bulliciosos, hiperactivos, taciturnos y parlanchines, entristecidos y joviales. Sus nombres son: José Luis, Elena, José, dos Alejandros, dos Lucías, dos Guillermos, Blanca, Alberto, Araceli, Jorge, Juan, Javier, Ana, dos Carlos, Marta, Ismael, Raúl, Marina, Joaquín, Rodrigo, Juan Antonio, Francisco Javier, Águeda… Sí, estos son los verdaderos millonarios de la tierra, a los que desde aquí solo puedo decir, como Sancho Panza en el palacio de los Duques “Si no os hice mucho bien nunca quise haceros mal”.



   ¿He sido feliz en esta casa? Claro, a ratos, como uno, por lo demás, suele ser feliz, en instantes fugaces, tal vez en la sala de profesores corrigiendo un ejercicio tras una “lectura comprensiva” (como si hubiera otras). De repente, por la ventana, abierta a una zona ajardinada, entra una suave ráfaga de viento con aromas de limón y lavanda mientras el tiempo parece detenerse en su fluir (solo un exiguo e ingrávido instante), como si algún tonto se hubiera dejado abierta una de las puertas del paraíso. Pero enseguida todo se desvanece y el maldito tiempo propulsa de nuevo sus engranajes invisibles. Entonces, uno vuelve resignado al ejercicio escrito (Pregunta: “Según el texto, ¿por qué no puede visitarse la cueva de Altamira? Respuesta: “Porque todavía no está terminada”).
   ¿Me sentiré sin ellos “más triste que un torero / al otro lado del telón de acero”, como (y las imágenes son de José María Cumbreño) un árbol sin sombra, como un aljibe seco, como un libro intonso, como los buzones de las casas deshabitadas? No es verdad que en estos momentos me encuentre abatido, pero entonces ¿por qué me vienen a la mente poemas tan desolados como los de Omar Khayyam (“Yo tenía un maestro cuando estaba en la escuela. / Después fui maestro y creí triunfar. / Ahora soy lo que ya siempre he sido: / Un puñado de polvo bajo el soplo del viento”) o de José Bergamín (“Qué poco me va quedando / de lo poco que tenía. / Todo se me va acabando / menos la melancolía”)?
   Tal vez sea inevitable en estos momentos, pienso, algo del desconsuelo del adiós (¡Adioooooós, muchachos, compañeros, hermanos claretianos!), una cierta sensación de pérdida, una pequeña aflicción que me invita a sacar del bolsillo el pañuelo de las despedidas (y del "vinagre en las heridas”) para decir adiós, de modo definitivo, a un centro y a una ciudad afable, alegre y confiada, tan queridos los dos, una sensación de pesadumbre, no sé, de pesar, de desconcierto… En fin, cerremos este balbuceo.
   El sol destella en el Puente Real, en la superficie del río y en las moreras del paseo fluvial. Las acacias, estremecidas de gorriones y mecidas por el viento, cabecean asintiendo a todos mis pensamientos (“Sí, claro, claro”). Hace una tarde hermosísima, como para tener novia formal, y pasear cogidos de la mano (como dos millonarios temporales), espantando a los mirlos, ella con su falda plisada y su rebequita azul y yo con mi pantalón de campana, el niqui rosa apestando a varón dandy, el jersey al cuello y los zapatos de charol, tarareando ambos un sorbito de champán, sin un duro en el bolsillo, viendo comer helados a las parejas más pudientes. Como dijo César Vallejo, perdonen la tristeza.
   Prefiero rematar estos despropósitos con una cita, más ecuánime, de Javier Cercas (Prólogo a La velocidad de la luz): “He visto crecer a mis hijos, he ayudado a morir a mi padre, he conocido el amor y la pobreza […] y he escrito dos o tres páginas de las que no me avergüenzo; por lo demás, de un tiempo a esta parte me persigue la sospecha de que quizá la felicidad consista en estar vivo, y de que todos somos felices, solo que no nos damos cuenta”.