sábado, 29 de agosto de 2009

Cómicos




COMEDIA CON FANTASMAS


Marcos Ordóñez

Barcelona, Ediciones B, 2006, 442 págs.


“Voy a hablar de un mundo que ya no existe”, dice el narrador de estas falsas memorias en su apertura. Este mundo es el del teatro comercial de la revista, el vodevil, la comedia fantástica, las adaptaciones con cambio de título para eludir derechos de autor..., que la historia de la literatura suele ignorar. Relacionada con Cómicos de Bardem o El viaje a ninguna parte de Fernando Fernán Gómez, Comedia con fantasmas traza un recorrido por la España de los años veinte, de la República, el franquismo y la transición; esto es, desde el momento en que el teatro puede competir todavía ventajosamente con el cine (que, al fin, no ofrece más que películas mudas en blanco y negro “con letreritos”) hasta su derrota definitiva por el séptimo arte.

Marcos Ordóñez (Barcelona, 1957), profesor de la Universidad Pompeu Fabra y crítico teatral, ofrece en esta novela un panorama extraordinariamente documentado de la España del siglo XX contemplado desde el mundo de la farándula, en que se entremezclan personajes ficticios, muchos de ellos reconocibles, y reales (Edgar Neville, Mihúra, Tono, Jardiel, Fernando Fernán Gómez, Luis Escobar, Díez-Canedo, Marquerie...), que viven momentos fugaces de gloria y décadas de olvido.

De gran interés son los capítulos dedicados a relatar la vida cotidiana de los actores (viajes, pensiones, amoríos) y los espacios de su profesión ocultos al público (ensayos, trucos, tramoya, efectos especiales, rivalidades), si bien algún “ajuste de cuentas” puede subir a veces a escena:


“Ya he dicho que la especialidad de Ruscalleda era chupar plano, como se dice en el cine. A los que les tocaba la china se aguantaban; Monroy, no. Monroy se plantó y le hizo lo peor que te pueden hacer en escena: cambiarte el pie. En esa función llegaba Ruscalleda y decía algo así como:

-¿De cuántos caballos disponemos?

A lo que Monroy tenía que contestar, pongamos:

-Señor, pienso que de ocho.

Y respondía Ruscalleda:

-Pues ensilladlos y partamos ya.

Aquel día, cuando Ruscalleda dijo: «¿De cuántos caballos disponemos?», Monroy contestó, dignísimo:

-Señor, pienso que de ninguno.

Ruscalleda se quedó tieso como un Don Tancredo.

Su personaje era el de un padre juicioso, la absoluta encarnación del buen sentido.

Sudoroso, repitió su pregunta.

-Os... os pregunto que de cuántos caballos disponemos.

-Señor, os digo que de ninguno -repitió Monroy, con su mejor cara de palo.

Ya Ruscalleda, que no sabía improvisar, no le quedó otro remedio que escupir su réplica, entre dientes, con un susurro inaudible:

-Pues... pues ensilladlos y partamos ya.

-No os oigo, señor.

-¡Ya! ¡Ensilladlos ya! ¡Pero ya! –aulló Ruscalleda.

Con lo cual su personaje quedó convertido en un botarate. La carcajada del público fue descomunal. Después de la función, Ruscalleda persiguió a Monroy por medio teatro, en medio de las risas de todos, pero no le atrapó” [pp. 79-80]

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