lunes, 23 de noviembre de 2009

The forging of a rebel






LA FORJA DE UN REBELDE

I. LA FORJA

Arturo Barea
Mérida, Editora Regional, 2009, 435 págs
Edición, introducción y anotación de Gregorio Torres Nebrera.


En el año 2001 Gregorio Torres Nebrera, catedrático de literatura de la Universidad de Extremadura, recibió un premio, llamado precisamente “Arturo Barea”, por el riguroso estudio de la obra del autor pacense, Las anudadas raíces de Arturo Barea, publicado un año más tarde por la Diputación Provincial. Nadie mejor que él para preparar ahora esta cuidada edición de La forja de un rebelde, cuyo primer título, La forja, rescata la Editora Regional al tiempo que anuncia la aparición en un futuro inmediato de los otros dos títulos de la trilogía.
Dueño de una prosa sobria y directa, sin otras preocupaciones formales que contar con claridad una historia, Arturo Barea se sitúa tanto por razones estéticas como por comunidad de propósitos, en la tradición de narradores que tienen como referentes al Galdós de los Episodios nacionales y las “novelas españolas contemporáneas” o al Baroja de La lucha por la vida, a la vez que abre camino a la literatura memorialística del exilio (Alberti, Moreno Villa, Sender, Corpus Barga, Rosa Chacel o Francisco Ayala).
El siguiente fragmento recuerda aquella España inmisericorde que también reflejaron Gutiérrez Solana o Camilo José de Cela en sus “apuntes carpetovetónicos”:


“La figura flaca y hambrienta del torerillo se sitúa en el otro extremo de la plaza, con la cara pálida, mirando con recelo a sus espaldas donde están las varas de los mozos, algunas de ellas con clavos y aun con navajas en la punta, y con pánico, delante de él, a la fiera hasta cuyos cuernos ha de llegar [...] Para cuando el toro taladra la carne joven, hay una pequeña puerta en la casa del Ayuntamiento con un letrero que dice ‘Enfermería’. Dentro hay una mesa de pino fregada con arena y lejía y unos barreños de agua caliente. En un rincón sobre una silla de paja, la maleta del médico con unos cuantos hierros viejos y, por si acaso, las cuchillas y la sierra del carnicero [...] De niño, callado, subido en la silla donde estaba la caja del médico, yo he visto una vez una cura atroz de éstas, a un muchachillo con la cabeza colgando fuera de la mesa, los ojos vidriados y el pelo goteando sudor, cuyo traje de luces se había rasgado a punta de navaja para operar un boquete en el muslo donde cabía la mano del médico” [I, iv]

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