Hace algunos meses vinieron a
verme al colegio en que trabajo dos antiguos compañeros de internado
(coincidimos durante varios años en el Colegio Covadonga de Mérida; mucho
después supe que pertenecía a una siniestra institución católica denominada
“Asociación Nacional de Propagandistas”).
Habían pasado más de veinte años desde nuestra separación.
Habían pasado más de veinte años desde nuestra separación.
Fue una reunión cordial en torno a unos cafés, pero pronto sentí,
mientras compartíamos recuerdos comunes, la incómoda sensación de que hablaban de mí como si yo fuera el único de los tres que había triunfado en la vida (uno fue
director de una sucursal bancaria hasta que un problema de salud lo obligó a jubilarse, el otro regentaba un bar de su propiedad). Me sentí como cuando en una
conversación se inmiscuye un malentendido que uno se resiste a aclarar con la
certeza, sin embargo, de que cuanto más se postergue su esclarecimiento más
incomodidad va a ocasionar. Pero entonces pensé: si ellos creen que has
triunfado, ¿quién eres tú para sacarlos de su error? Luego me dije: si ellos
piensan que has triunfado, ¿no es posible que, de algún modo oblicuo y difícil
de precisar, lleven razón? Al fin y al cabo, ¿qué significa “triunfar en la
vida” más allá de que los demás crean que lo has logrado?
Demoré la despedida para darles la oportunidad de que me admiraran otro par de minutos y volví al colegio con la impresión de que acababa de dar un paso más en mi triunfante carrera de impostor (ahora bien, me pregunté, ¿no será la impostura una virtud de los triunfadores?).
Demoré la despedida para darles la oportunidad de que me admiraran otro par de minutos y volví al colegio con la impresión de que acababa de dar un paso más en mi triunfante carrera de impostor (ahora bien, me pregunté, ¿no será la impostura una virtud de los triunfadores?).
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