El pasado domingo falleció en el hospital San Pedro de Alcántara Juan José Viola Cardoso después
de haber sufrido días atrás un infarto de miocardio. Nacido en Alburquerque en
1940, Juancho, como le llamaban sus amigos, fue un apasionado de la caza (de su
práctica y de su sostenibilidad), y formó parte de las más destacadas
asociaciones cinegéticas internacionales, como el CIC, en las que representó a
España. En 2012 recibió el premio “Jaime de Foxá” concedido por el Real Club de
Monteros por su trayectoria en relación con la caza y la conservación de la
naturaleza. Fue el Presidente de la Comisión de homologación de trofeos de caza y estadística cinegética de Extremadura.
Vitalista, emprendedor, comprometido
fielmente con toda su familia, con sus hermanos (Josefa, Francisco, Aurora,
Ángel y Manuel), y con su esposa e hijos (Toñi Nevado, Manuel, Guadalupe,
Enrique y Luis), Juancho se abrió, además de a las diversas modalidades de caza
mayor y menor, a otras vocaciones, como la naturaleza de la Sierra de San
Pedro, la colección de Guzzis de época, o de libros sobre caza antiguos y
modernos: Libro de la caza de las aves, de Pero López de Ayala; Libro de la caça, del infante
Don Juan Manuel, Veinte años de caza
mayor, del Conde de Yebes; Viaje por
los montes y chimeneas de Galicia, de José María Castroviejo o los tomos de
Antonio Covarsí Vicentell (Narraciones de un montero y práctica de caza
mayor, Entre jaras y breñales...).
Tras varios trabajos en el sector, creó en Cáceres una empresa de tratamiento
de madera (Pinar de Jola) que gestionó hasta su jubilación.
Desde
1982, fue Cónsul Honorario de Portugal en Cáceres así como Comendador de la
Orden del Mérito de Portugal. En 2009 se le concedió el premio hipanoluso
FICIEX. Asimismo, es autor de una extensa obra sobre naturaleza y caza que apareció en prólogos, revistas especializadas, prensa y en diferentes libros
en colaboración como La caza en Extremadura (1987), Caminos y veredas
(1992) o El último de los primeros (1994).
En 2010, la Editora Regional de Extremadura
publicó Cartas a la Duquesa de Aveiro,
un conjunto de cincuenta y dos estampas cinegéticas, publicadas antes en el diario Hoy por Joaquín Rodríguez Lara, insertas en un relato
marco en que al narrador se le aparece la Duquesa en la sierra de las Villuercas.
Basados en experiencias vividas antes que en
fuentes librescas, estos relatos dan respuesta de modo palmario a esa paradoja
de que el cazador es un amante de los animales, a la vez que nos habla sobre la
amistad y la naturaleza, sobre un patrimonio natural valiosísimo que es preciso
preservar, sobre las culturas fronterizas, sobre la condición humana en un
entorno en que ésta regresa a su forma primigenia y elemental. Y es que el
ejercicio de la caza enfrenta al ser humano consigo mismo y trastoca las
jerarquías sociales colocando en su verdadero lugar al buen guarda, al perrero
eficiente, al conocedor experto de terrenos y aires, al humilde y sabio cazador
de subsistencia, pero también al engreído escopetero capitalino o al predador
voraz e insolidario.
Por los vastos espacios abiertos de los
llanos de Cáceres, la campiña de Alburquerque o las sierras de San Pedro y las
Villuercas acompañamos a este cazador enamorado de los viejos usos y las armas
antiguas, preocupado por las nuevas amenazas (furtivismo, legislación), amante
de los perros y de las comidas junto al rescoldo de una lumbre, atraído por los
buenos conocedores del campo sea cual sea su rango social, atento al valor de
las narraciones orales, seducido por la luz y sus fugaces cambios: “A veces,
cuando el cielo está encapotado, por una rendija del horizonte, color vaca
desollada, el sol sacará sus barbas de oro y dará una intensa candilada para a
continuación tímidamente, ocultarse de inmediato” (249)
La impresión final es que nos encontramos
ante un cazador entusiasta cuya eficiencia no estamos en condiciones de
calibrar, pero también, si el afecto no me ciega, ante un escritor notabilísimo
que ha logrado ensamblar una obra valiosa por la singularidad de su estructura
narrativa, por la perspectiva siempre bienhumorada y aguda de un talante
afirmativo, por el encanto expresivo, el mestizaje cultural de una Raya
bilingüe, el potencial poético del viejo léxico campesino (“querencias, trochas,
encames, aguaderos, bañas, veredas, orillas, temperos...”) y una rara
sensibilidad para captar las “emociones” del paisaje: “El sol ya se ha ido
buscando saudades portuguesas. Los ruidosos rabilargos, después de beber, se
retiran en pandilla. Poco a poco oscurece hasta llegar el lubricán. En ese
momento el aire se mueve, hay ese leve viento que siempre precede a la salida
de los astros. La luna llena asoma enorme por detrás del Cerro de las Cabras.
El aire vuelve a calmarse. El decorado cambia, con la nueva luz, el oro por la
plata. La paz es absoluta” (173).
Para contrapesar estas horas de tristeza por
su pérdida, reproducimos una divertida estampa marcada, como las demás, por las
experiencias vividas, las referencias históricas y culturales a una antiquísima
tradición cinegética, el ingenio y el humor.
LA CAZA
DE LOS ZORZALES
Admirada y querida Duquesa.
Con lo de la caza
ocurre lo de siempre, Señora; hace años, cuando los cazadores de estos pagos
oímos hablar de la afición de los valencianos a tirar tordos lo considerábamos
caza a desdeñar. Quién nos iba a decir que tiempos vendrían que a falta de
perdices, conejos y liebres nos daríamos con un canto en los dientes cuando
encotráramos una buena entrada de zorzales. Qué cierto es aquello de que cuando
no hay pan, buenas son torras.
Al hilo de esta cuestión andaba el cazador reflexionando
hace unos días, cuando Antonio Aires, o
mais grande caçador-fadista, como si hubiera adivinado las magoas que le atenazaban, se presentó a
hacerle una visita. Venía el hombre cargado de los mejores productos de la
gastronomía mediterránea: una orza de sabrosas aceitunas, un haz de espárragos
y una muy considerable percha de zorzales recién cazados. Visitas así no se
presentan todos los días, pues vos, Duquesa, sabréis que entre los tributos que
los príncipes venecianos del “Cinquecento” recibían de sus colonias griegas y
chipriotas se incluían, como materias muy apreciadas, más de mil vasijas de
barro llenas de aceitunas adobadas y de zorzales marinados en vinagre, hierbas
odoríferas y un extracto de azúcar de los frutos de que estas aves se nutren.
Con independencia de a quien fueran destinados, Antonio Aires, sin saberlo, ya
que él solo tributa a la buena amistad, traía los presentes propios para un
príncipe. Así es, y así son, duquesa, las buenas maneras de O caçador fadista.
-¿O Patricio, vosse podía dizer a este pobrecinho caçador
onde é que encontrou o passo destes lindos passarinhos para eu la-ir com a mina
caçadeira?.
No sólo dijo donde, además se ofreció a
acompañar. Y así, una mañana temprano, entre jirones de tenue niebla,
flanqueados de milenarios acebuches, a la vera del padre Tajo, al cazador y a
José Muñoz, ilustre cronista de Feria, que había venido a celebrar el
acontecimiento, le comenzó a entrar, más que a tiro, a papo, el Turdus fihilomelos, zorzal común,
malvís, tordea, charla o caga-aceite como también le llaman algunos. Pero el
zorzal no es tonto; tiene buena vista y en cuanto uno se mueve para encarar, da
media vuelta y se marcha por donde le parece. Hacer una buena percha de estas
aves, duquesa es
más complicado que freír
huevos, y aunque hay quien tiene habilidad para una y otra cosa, no son todos
los que saben tomarle los puntos debidamente.
Con toda humildad he de confesaros, señora, que en esto del
tiro al zorzal conozco de cerca uno que falla más que una escopeta de feria, y
fue lástima porque los pájaros allí estaban, volando de uno a otro acebuche. En
cambio, el cronista, que sabe poner el punto bien, tanto con la pluma como con
la escopeta, dejó el pabellón del Ducado de Feria en el buen lugar que le
corresponde.
De regreso, el cazador, pensaba en las tordeas que había
pillado de niño con los cepillos poniendo como cebo un gusano dorado. A veces,
en lugar del charlo, picaba el real o Turdus
Pilaris, y pocas, pero alguna vez, pilló al enorme Zothera Dauma o zorzal dorado, casi tan grande como una tórtola. El
Turdus Iliacus era muy escaso y sólo
se le veía al final de los inviernos, no habiendo forma de pillarlo con la
trampa.
-Ilustre cronista, ¿no decíais vos que una vez Don Lorenzo
Suárez de Figueroa había cazado malvises, junto con Don Luis Zapata, en las
riveras del Ardila?
-No, no, yo lo que dije es que una vez el Duque de Feria había
pagado, entre otras cosas, noventa varas de brocado carmesí a Don Luis Zapata
por un esmerejón.
-Bueno, aunque no de
zorzales tampoco fue mal negocio. ¡Menudo refajo!
A la vista de los hechos, y si se lo permitís, señora, el
cazador desearía retirar los prejuicios que sobre esta caza tenía e incluirla
en su almario como muy digna. Tal vez vos, querida duquesa, sepáis perdonar
estas, y otras, debilidades que el cazador, de tarde en tarde, tiene.
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