jueves, 26 de marzo de 2009

En la frontera



NO ES PAÍS PARA VIEJOS


Comarc MacCarthy
Barcelona, DeBolsilo, 2008, 241 págs.
Trad. de Luis Morillo
Tal vez el estreno de No es país para viejos, con el anunciado éxito de Javier Bardem, primer actor español que consigue un óscar de la Academia de Hollywood, sea un buen momento para leer, o releer, el singular texto literario en que se basa, sin apenas modificaciones apreciables, la película de los hermanos Coen. Dado que uno de los valores literarios consagrados es el de la originalidad, los autores de narrativa han tendido a rehuir la llamada "literatura de género", pues de un lado pesa sobre ella una escasa consideración crítica y, por otro, restringe el ámbito de la libertad personal a la hora de idear tramas o crear personajes. En una dirección diametralmente opuesta, otros autores han encontrado en este tipo de relatos un filón en el que han penetrado para, desde su interior, dinamitarlo o, al menos, desbordar sus límites. En la novela que comentamos, cualquier lector puede reconocer como "ya leídos" todos los episodios de la trama: un excombatiente de Wietnam encuentra un maletín con dos millones y medio de dólares y huye con él, perseguido por los narcotraficantes a quienes pertenece el dinero y por el sherif del condado. Por un paisaje desolado de carreteras solitarias, moteles, caravanas y aldeas de Texas, junto a la frontera con México, asistiremos a una persecución cruenta y despiadada que va dejando a su paso un reguero de sangre.
Por todo el desarrollo del argumento iremos encontrando numerosos episodios familiares para cualquier espectador de películas de western, sin que falten los más tópicos (como esa mujer que llama al sherif porque su gato se ha subido a un árbol), a la vez que reconocemos rápidamente a los personajes, pues el narrador opera con tipos, esto es, dibuja comportamientos humanos previsibles, ya descritos antes por una larga tradición literaria y cinematográfica. Bell es el sherif honesto y sacrificado, a punto de jubilarse, que contempla consternado la brutal deriva de la delincuencia; Well es un ex agente de las fuerzas especiales a quienes los narcotraficantes recurren para recobrar el botín, un cazarrecompensas tópico hasta en las "botas de cocodrilo de mafioso" que calza.; Moss es el tipo afortunado y resoluto que ha encontrado el maletín, pero tal vez no lo suficientemente duro ni listo, etc. Todos ellos labrarán su desgracia por los páramos desérticos de Texas, un paisaje lunar en que ni la radio del coche logra captar una frecuencia ("la radio del vehículo en esta tierra de nadie muda incluso de interferencias de un extremo al otro del dial").
Nos encontramos, pues, ante un mundo ordenado por una lógica narrativa en que esperamos que cada personaje haga lo que prevemos que hará. Y esto es lo que sucede hasta la irrupción de Antón Chigurgh, un tipo enigmático del que ignoramos todo, que surge de la nada y en ella desaparece, una máquina de matar que no se ajusta a prototipo alguno. Será él quien desmorone el esquema narrativo al que tan dócilmente se ajusta el resto de personajes: no obedece a ninguno de los móviles que impulsan a todos los demás, encarna la misión de ejecutor de un destino inmisericorde, de un hado trágico, pues nadie que se tope con él, inocente o culpable, podrá contar qué vio ("Nadie que haya discutido siquiera con él ha vivido para contarlo [...] Hasta se podría decir que es un hombre principios. Principios que van más allá del dinero, las drogas o cosas así").
En contra de lo que suele ser habitual en cualquier relato, a medida que nos acercamos al desenlace va atenuándose la tensión, van espaciándose los episodios violentos en un anticlímax intencionado, pues al autor le interesa ir sustituyendo gradualmente el interés específico de la trama novelesca por las tesis. Y es el sherif el encargado de expresarlas. Frente a este universo desquiciado por la ambición y la violencia, será él quien encarne el mundo de una moral en extinción, quien añore la vieja América profunda, violenta pero épica, y la compare con la furia sin grandeza, ciega y sanguinaria, de unos delincuentes apresados también ellos en el mundo de la droga ("Yo creo que si uno fuera Satanás y estuviera buscando algo que hiciera doblegar a la humanidad la respuesta sería las drogas").
Nos encontramos en el territorio sin ley de la frontera, pero también en la frontera de la condición humana, en un mundo rudo atravesado por símbolos premonitorios que los personajes no saben interpretar. Así sucede cuando Moss contempla contrariado la fuga del ciervo al que acaba de herir sin saber que ese será su destino inminente, o cuando, más adelante, "vio descender sobre el lago un águila pescadora", pero no supo ver en ello el anuncio de su captura. A este universo brutal y sin matices le corresponde una prosa directa sin apenas vuelo literario, casi de acotación escénica, que describe objetos (armas y automóviles) con mayor precisión que seres humanos, empeñado en relatar lo que cualquier narrador daría por consabido, en ocasiones banal ("el rifle tenía un gatillo"), a veces irritante ("Se cepilló los dientes y se lavó la cara y volvió a la habitación y se tumbó en la cama. Al cabo de un rato se levantó y fue a la silla y giró la bolsa y abrió un compartimiento..."), pero extraordinariamente adictiva y en todo momento subyugadora.

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